De una manera periódica nos
llegan noticias, a través de los distintos medios de comunicación, sobre la
quema de libros, o sobre cambios en los contenidos originales de algunas obras
escritas, o se hace mención a la inclusión de las mismas en determinadas listas
negras, creadas sin ninguna explicación razonada ni razonable. Y todo ello
porque, según los Guardianes de lo “políticamente correcto”, estos libros
inducen a comportamientos racistas, o xenófobos, o, simplemente, porque dicen
que atentan contra los valores que afectan a cualquier grupo social o racial
que esté bajo el paraguas protector de esos Guardianes de “lo políticamente
correcto”, que se consideran, así mismos, como los poseedores de las verdades
absolutas por las que se tiene que regir el resto del mundo.
Esto, sin duda ninguna, es una
política de CENSURA programada en toda regla, pero, a pesar de la gravedad que
ello implica, no es lo que más debe preocuparnos, pues los libros y sus
contenidos siempre han sobrevivido a todas las censuras, y seguirán sobreviviendo.
Lo realmente grave y preocupante es que haya una mayoría de ciudadanos llanos y
pensadores de gran prestigio intelectual, incluidos los propios escritores, que
callan sus voces por miedo a lo que digan de ellos, y esta es una autocensura
más dañina que la propia censura, pues da argumentos, donde no los hay, a esos
Guardianes de “lo políticamente correcto” que, ante la falta de réplica, se
autoconvencen (producto de una superioridad social y moral que se autoatribuyen)
de que sus aberrantes hechos son las únicas verdades aptas para defender a esta
sociedad, en la que nos ha tocado vivir, de las miserias morales que, según su
criterio egocéntrico, son dañinas por no coincidir con sus planteamientos.
¿Cuántos denunciamos estos
aberrantes hechos? Pocos, muy pocos, y la CENSURA avanza lenta pero
inexorablemente, campeando a sus anchas no solo por el mundo de las letras,
sino por cualquier otra actividad artística, creativa o filosófica.
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