viernes, 29 de enero de 2010

A ti que, aunque sólo eras un gato, nos diste una lección de felicidad con tan poco



Tristes días de espera cuando quien se va lucha por no irse, cuando la inocencia está antes de la muerte.
Tristes días de espera cuando ves su cara con solicitud de ayuda, cuando oyes su voz de súplica, y te das cuenta que nada puedes hacer por remediar sus males.
Tristes días de espera cuando te llama pidiendo tu protección, y tú solamente le puedes entregar unas caricias en su espalda.
Tristes días de espera cuando, con una profunda pena en tu alma, deseas dejar de oír su voz como única alternativa a su sufrimiento y al tuyo.
Cuántos días de espera rezando a los dioses para que no llegue la última hora, y al mismo tiempo anhelando que un dulce sueño lo lleve a la otra orilla sin dolor.
Cuántos días de espera con el corazón roto, mostrando una entereza que no tienes, luchando por retener las lágrimas que se agolpan tras los parpados, peleando porque no salgan los sentimientos antes de la última hora.
Cuántos días de espera sabiendo que ya no hay esperanza, conociendo que el fin es el único destino que ya queda, temiendo que todo acabe y al mismo tiempo deseando que termine para que desaparezcan los achaques dolorosos que él padece y la angustia que tú sientes.
Muchos días nuevos abriendo los ojos con el deseo de escucharlo, pero también con la esperanza de que el silencio sea lo único que se escuche.
Muchos días nuevos temiendo el momento de su agonía, el alarido final, para luego dejar escapar unas lágrimas en solitario allí donde nadie pueda ver tus sentimientos.
Cuán largos se hacen los días cuando lo ves luchando por un pellizco de vida, resistiendo por mantener un poco de aliento.
Por eso hoy, antes de que todo suceda, dejas caer tus lágrimas, dejas fluir tu llanto, dejas escapar tu dolor lleno de sentimientos, y lloras por él cuando aún le resta un poco de vida, y sigues pidiéndole en silencio que se vaya dormido y sin dolor durante un sueño, aunque después lo lamentes profundamente por no haber estado en el último momento a su lado acariciando su espalda.
Tal vez muchos no lo entiendan, quizá lo consideren un exceso de sentimientos, y es posible que no sean capaces de comprender por qué tanto cariño; pero dieciséis años de maullar a primera hora de la mañana para despertarte, de ronronear al compas de tus caricias, de pisadas silenciosas y gatunas detrás de tus pasos, dieciséis años de arrumacos entre tus piernas consiguen crear un profundo afecto lleno de ternura.
Y ahora se va agotando, viejecito como un anciano de cien años, y, apartado en un rincón, no queda otro remedio que inundar el alma de lágrimas, mientras que tu gato, tu querido gato, se va muriendo poco a poco, sin hacerte caso en acabar sus días en un silencioso sueño, luchando por vivir unas horas más aunque sean llenas de dolor, y entonces aprendes una lección de ese pequeño animal que te ha hecho compañía tantos años, es una lección de vida, de lucha por la vida, incluso cuando el dolor no le deja que su pequeño cuerpo se alimente, una gran lección de vida de un animalito que nada tiene salvo tu cariño, y que ha sido feliz con tan poca cosa: sólo cariño y un plato de comida cada día.
Mi querido gato, por favor, acaba tus días en un feliz sueño, para que los que te queremos no tengamos que sufrir oyendo los agónicos alaridos del último momento, y vuela al cielo de los animales, que seguramente será un cielo más hermoso que el de los humanos.

Hoy, al fin, te fuiste, y nos quedamos con la tristeza entrelazada en el alma. Adiós querido gato, Pumby.

© Antonio Blázquez Madrid
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domingo, 17 de enero de 2010

Invierno en Castilla

(acuarela de: Rubén de Luis)



® Invierno en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



El agua ha dejado de correr libre y se ha quedado atrapada entre los carámbanos que cierran la boca helada de la fuente. El cielo está cubierto de luto negro; la tierra de solitaria nieve blanca. Los nidos de las golondrinas cuelgan vacíos y abandonados, sin calor en su interior. Las cigüeñas hace tiempo que dejaron los nidos de ramas secas en los torreones altos. En las calles no hay pisadas que muestren vida. El viento helado congela a su paso las esquinas gastadas por el tiempo. Las agujas enmohecidas y quietas del reloj de la torre señalan las cinco; la misma hora que marcará en la noche, y al día siguiente, y al otro, y al otro..., la única hora que le queda. Los silencios acompañan al reloj y ya no resuenan las campanas para dar la hora en punto. Sólo se oye el chirriar del gozne oxidado de una puerta vieja, que se entreabre y cierra con la esperanza vana de que trascurra algo de vida antes de que llegue la noche solitaria y difunta de Castilla.



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