lunes, 19 de julio de 2021

LA TALANQUERA

     

                                                                                           

Recordando otros veranos ya lejanos, he vuelto al pueblo que fue la cuna de mi niñez. Llevado por un inconsciente incontrolable, lo primero que he hecho ha sido dirigir mis pasos hacia la vieja talanquera. Permanecía allí, igual que la recordaba: los viejos palos cruzados, separando una parte del valle de la otra, clavados y arraigados en el suelo como si hubieran nacido y crecido en aquel mismo lugar.

Parado en el lugar de siempre, me he quedado mirando a la otra parte del valle, sin atreverme a profanarlo. He permanecido quieto delante de la talanquera, al igual que las otras veces, inmóvil, sin decidirme a traspasarla, sin atreverme a saltar al otro lado, a esa parte inexplorada que nunca fui capaz de pisar, a pesar de que, a simple vista, parece idéntica a este otro lado donde me encuentro, pero que, sin embargo, es tan distinta para mí.

Debería resultarme fácil, muy fácil, pues solamente hay que dar un pequeño salto, mas, a pesar de eso, cuando lo intento, una especie de hormigueo debilita mis músculos, al tiempo que un sudor frío me empieza a correr entre las sienes; y mis manos se esconden miedosas entre la fina tela de los bolsillos. Solo mis ojos observadores siguen gritándome que todo es igual, que mis miedos son infundados, que al otro lado la vida es tan bella o tan dura como en el lugar donde ahora vivo, pero en mi cerebro una fuerza oculta e invencible me vuelve a llevar a esos miedos que me siguen atenazando, y que me impiden cumplir mis más íntimos deseos.

Recuerdo cuándo comenzó esta lucha en mi interior. Tendría unos ocho años. Y fue entonces cuando el miedo se apoderó de mí, un miedo que aún hoy en día me impide pasar esa barrera. La primera vez que me acerqué a este muro de tablas y palos cruzados, cuando aún era ese niño de corta edad e inocente experiencia, no fue en una mañana soleada, ni en una tarde luminosa y caliente, sino en una noche oscura con la luna escondida tras las nubes, y fue entonces cuando me pareció ver una sombra negra que se movía oscilante y reptando más allá de la valla de madera, arrancando la vida a las flores y a los animales que se cruzaban en su camino. Era tal y como me lo había contado mi abuelo, el mismo abuelo que desapareció al poco tiempo porque un día atravesó la talanquera y se perdió entre el horizonte, según contaron en la casa. Nunca más lo volví a ver, y no quise asomarme de nuevo por encima de la valla, por si veía, entre las flores arrancadas, su cuerpo destrozado por aquella sombra.

Fue mucho tiempo después cuando regresé por segunda vez al mismo lugar. Mi vida había rodado ya por muchos caminos. Por eso pensé que podría, al fin, saltar al otro lado, traspasar la talanquera para cumplir al fin mis deseos y, de paso, enfrentarme a mis temores, temores que parecían infundados por lo que mis ojos me trasmitían.

No sé el porqué, pero procuré que fuera de noche cuando me acerqué de nuevo a la empalizada. Mis pies temblaban según me iba acercando, sin que hicieran caso a las órdenes de tranquilidad que salían de mis razonamientos más serenos. Antes de llegar me pareció oír a lo lejos, más allá del horizonte, la voz de mi abuelo llamándome por mi nombre de niño, ese diminutivo infantil que ya había olvidado hacía mucho tiempo. No supe distinguir si su voz era la de alguien feliz o de alguien perdido y atrapado, y volví a recordar la noche primera, y sentí un profundo miedo que pudo con mis deseos de descubrir lo que había más allá de aquella barrera de palos cruzados. A pesar del temor que me aprisionaba, di los últimos pasos que me separaban de la talanquera, y poniendo mis manos sudorosas sobre lo alto de la valla miré al lado contrario. Me pareció oír un aullido lejano de lobos, aunque tal vez fue solo producto de mi imaginación alterada. La profunda oscuridad me impedía distinguir las flores de las alimañas nocturnas que se movían sobre el suelo, un suelo negro como la misma noche. Quise llamar y preguntar a mi abuelo, por si él me podía responder y decirme lo que había en ese horizonte con el que yo soñaba y que no conocía, pero la voz, teñida de miedo, no salió de mi garganta. Pensando en ese abuelo que desapareció un buen día más allá de la talanquera, abandoné el lugar al igual que hice cuando era un niño.

Hoy, en el primer día de mis vacaciones, he decidido volver, no en la noche oscura sino cuando el sol comenzaba a dejar caer la luz sobre el nuevo día, a esta barrera de palos y madera que siempre se ha interpuesto en mi vida y desarmados todos mis deseos. He mirado a las flores del otro lado y me he fijado en el rocío que cubría el suelo verde, y he envidiado la libertad de las largas hileras de hormigas que traspasaban la empalizada sin temor alguno. Pero, a pesar del frescor de la mañana, mis manos se han vuelto sudorosas, y mis pies se han puesto inquietos y nerviosos, y sin poder remediarlo me he alejado de la talanquera. He dado tres pasos atrás: uno… dos… tres, y a mi memoria ha vuelto el recuerdo de aquel abuelo que un lejano día desapareció después de cruzar al otro lado, según dijeron, y del que nunca más se volvió a hablar en la casa, y pensando en ello he desistido, y he retornado junto a los míos, esperando, tal vez, un nuevo verano, cuando me encuentre con el valor necesario para saltar esa talanquera que me separa de lo desconocido y al mismo tiempo deseado, tal y como él hizo una noche de luna cerrada.

                                                 Antonio Blázquez-Madrid

                                                                                                 


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