sábado, 6 de junio de 2009

El Niño de los Ojos Rasgados

® El niño de los ojos rasgados

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Primer Premio en el II Certamen Literario “Membrilla, la del Galán de Lope”)



Tenía dieciocho años, dieciocho años de caricias maternas y rechazos ajenos, dieciocho años con la sonrisa puesta en los labios, dieciocho años sin mostrar un mal gesto en la cara; aunque alguna pena por culpa de los desplantes y desprecios sufridos se había ido quedando atrapada en el interior de su alma blanca.
Dieciocho años habían pasado desde el día de su nacimiento, que quedó marcado en el calendario por la sombra de una tristeza que él no pudo comprender hasta pasados muchos años.
Aquel lejano día se empañó de dolor después de las 12,30 h. de la mañana, la hora en la que nació. El sol había despertado sobre un cielo claro, sin nubes que amenazaran romper la luminosidad de la mañana. Los dolores anteriores al parto se mezclaban con las sonrisas de una mujer feliz que compartía su alegría por el primer y deseado hijo con un marido nervioso. Poco después, el llanto tierno de un niño llenó la habitación del parto, y los gritos de dolor dejaron paso a risas compartidas.
Pero el destino comenzó a dejar ver el escondido y negro camino que tenía preparado para el recién nacido, y pronto la incertidumbre se apoderó de los rostros de los nuevos y felices padres cuando el médico les habló del Síndrome de Dawn. Y surgieron las preguntas de siempre: ¿Está seguro, doctor? ¿Por qué …? ¿Es muy grave…? ¡¿Dios mío, que hemos hecho mal para que nos toque a nosotros…?!
La celebración truncada al momento; unas lágrimas disimuladas apareciendo en los ojos; preguntas sin respuestas que surgían y revoloteaban en el aire; el temor a lo desconocido retorciéndose en el interior y arañando las entrañas. Momentos extremos, inesperados, difíciles, y el padre que no soporta la tensión y decide ir a tomar el aire para pensar en solitario. Ella, la madre, que se queda sola con su bebe de ojos rasgados en brazos, esperando que él vuelva. Pero el padre, tal vez para alejar los miedos, se subió al coche y se alejó velozmente con la vana esperanza de que a la vuelta los temores sólo
hubiesen sido un mal sueño. Más el destino había dispuesto que aquel día fuera un día negro, y al coger una curva, el agua que había comenzado a caer con fuerza llevó el coche hasta un barranco que se abría al lado de la carretera, y en ese fatídico instante, el niño que acabada de nacer quedó huérfano junto a su madre.
Y de nuevo fue un médico el que comunicó que nada se había podido hacer, y que tendría que aprender a vivir sola con su bebé, el bebé de los ojos rasgados. Ella dejó verter todas las lágrimas juntas, y después miró a su hijo, y acogiéndolo entre sus brazos alejó para siempre su llanto viudo y solitario.
Fue ese el día en que nació, hacía ahora dieciocho años.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y empezaron los primeros juegos sobre el suelo del parque con otros vecinos. Y el niño comenzó a sufrir el desplante de algunos padres que apartaban de su lado a sus hijos, como si los ojos rasgados contagiaran la enfermedad. Entonces aún no entendía, solamente se agarraba a la falda de su madre con una sonrisa en la boca, sin comprender por qué no querían jugar con él y con el coche de bomberos que tenía entre las manos.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y una tarde bajó hasta el campo verde que había frente a la casa, donde los chicos del barrio se disputaban un balón blanco y rojo para llevarlo hasta la portería contraria. Entró en el césped, y al igual que ellos corrió detrás de la pelota intentando meterla dentro de la portería, pero el balón se detuvo entre las manos de otro niño, y oyó que le decían que no tenía equipo y que no podía estar en el campo, que estorbaba. Y él corrió hasta donde estaba su madre y le preguntó cuándo él tendría su equipo para jugar en el césped. La madre le acarició el cabello y le sonrió, y le dijo que no se preocupara, que le iba a comprar la pelota más bonita e iban a jugar los dos en el campo verde cuando los demás niños lo dejasen vacío; y él cogió y apretó la mano cálida de su madre.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y llegó una mañana de un mes de mayo, y esa mañana sus ojos rasgados se llenaron de ilusión cuando se miró al espejo y se vio con su traje blanco engalanado con cordones dorados que iban desde el hombro a la pechera, y con unos zapatos de charol blanco que brillaban; y observó de reojo a su madre que estaba feliz y orgullosa de verlo tan guapo.
En la iglesia estaban otros niños también vestidos de blanco. El cura rezó y ofició la ceremonia que habían ensayado tantas veces. Él, recitó despacio la oración que tan bien se había aprendido, y esperó su turno para tomar la primera comunión detrás de los otros. Al acabar la celebración se unió al grupo para que les hicieran la foto en el Altar Mayor y, entonces, notó que lo dejaban apartado en una de las esquinas, y miró a su madre. Ella le hizo señas para que no hiciera caso, y le dijo, desde la lejanía, que tenía el traje más bonito, y que iban a ir después al parque de atracciones para que pudiera montar donde quisiera; y él, feliz, sonrió, y cuando se apagaron los flashes de las cámaras se abrazaron y se fueron los dos juntos a celebrarlo.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y un atardecer de un domingo cualquiera se acercó a unas chicas que ya andaban coqueteando por la calle, y las saludó y las llamó por su nombre porque le parecían guapas, muy guapas; pero ellas, disimulando, volvieron las miradas para otro lado como si no lo vieran, y se fueron acercando a otros chicos. Intentó hablar con ellas, mas sólo obtuvo alguna amable disculpa. Cuando se vio solo volvió al lado de su madre, y ella le dijo que no se preocupara, que algún día llegaría la chica que de verdad lo quisiera, y que mientras tanto ella sería su novia y que pasearían agarraditos como los novios. Y él cogió de la cintura a su madre, ahora también su novia, como lo había visto hacer en la tele, y se fueron andando por la calle.
Pero el destino seguía manteniendo vivo el negro y duro camino que le había predestinado, y una noche de otoño, que había comenzado llena de brillantes estrellas, se volvió nublada, y de nuevo en otra curva un coche ajeno arrastró el cuerpo de esa mujer que dejó de tener marido el día que nació su querido hijo. Otra vez fue un médico el mensajero de las malas noticias. Esa noche, el niño de los ojos rasgados supo que su madre no volvería nunca a mover las piernas, y que no podría ir sola a la compra, y que ya no pasearía con él por el parque agarrados por la cintura. Pero sólo preguntó si viviría muchos años y si la podría ver sonreír. El médico le revolvió el pelo y le dijo que sí, que seguirían sonriendo juntos y que podrían abrazarse todos los días.
Cada día, en la blanca habitación del hospital, fue aprendiendo a limpiar el sudor de aquella cara que antes le despertaba cada mañana con una sonrisa en los labios, y comenzó a pasar una y otra vez el peine entre el suave pelo que adornaba aquel rostro que tanto quería, hasta conseguir que estuviera tan guapa como cuando ella se peinaba sola delante del espejo. Y pronto supo colocar la pequeña mesa de patas plegables sobre la cama con la comida y el agua. Y ahora era su madre la que le sonreía, y él la cogía de la mano para que no se preocupase.
A los tres meses volvieron a casa.
Cada mañana, el desayuno aparecía sobre las blancas sábanas en la pequeña mesa. >. Y ella le sentaba a su lado mientras tomaba el café caliente endulzado en la medida exacta. Después, con las pequeñas manos la limpiaba con agua jabonosa la cara y pasaba el peine una y otra vez entre el largo y sedoso pelo.
— Mamá, ya es hora de levantarse, no me seas perezosa.
Y ayudada por aquellos brazos aún de niño abandonaba la cama hasta la silla de ruedas.
Así un día y otro, antes de ir al colegio.
Pronto aprendió a ser “casi un experto cocinero”, o al menos así se sentía cuando veía comer a su madre la tortilla que había hecho o las judías que había cocinado siguiendo las instrucciones que ella le iba dando: <<…ahora añade una pizca de sal y déjalo cocer veinte minutos… y no te olvides de…>>. Y según fueron pasando los meses él se atrevía a modificar las recetas que le dictaba su madre, y sonreía cuando ella ponía cara de que le gustaba.
Por las tardes el paseo por el parque: él empujando la silla de ruedas, al tiempo que pasaba su brazo por encima del hombro de su madre.
— Es que ahora los novios se agarran así —le susurraba al oído
Ella reía al escucharle y le acariciaba la mano con placer.
Y los sábados por la mañana al mercado a hacer la compra para la semana.
— Un kilo de filetes y tres cuartos de magro, señor Manuel.
— Aquí tienes. ¿Qué tal está tu madre?
— Bien, gracias.
— Hasta el sábado que viene.
— Hasta luego, señor Manuel.
— Hola señora María, tres truchas medianas y medio kilo de boquerones.
— Aquí lo tienes todo, son 5,30.
— Buenos días, Francisco, dame un kilo de naranjas, medio de manzanas y medio de kiwis, ah…, y además ponme cuatro o cinco tomates.
— ¿Algo más…?
— No, hoy con eso me vale.
— Saluda a tu madre.
— Cuando llegue a casa lo haré, Francisco, lo haré. Adiós.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Dos años habían pasado desde el nefasto accidente de su madre y ya no le interesaba el balón que no tenía, ni las chicas que miraban para otro lado cuando pasaba. Era feliz porque su madre le seguía sonriendo, y porque la ayudaba por las mañanas a peinarse, y porque la podía llevar todas las tardes de paseo.
Y llegó el día de su dieciocho cumpleaños, y su madre le regaló el último modelo de consola. Y él se fue al centro social donde se juntaban los otros chicos y chicas de su edad para enseñársela y jugar con ellos. Y aquella tarde se sintió un poco más feliz cuando las chicas y los chicos que estaban en el centro se decidieron a jugar con él y su consola.
Llamó a su madre para decirle que estaba jugando con todos los chicos, y ella le dijo que no tenía ganas de salir a dar el paseo aquella tarde, que se quedase jugando, y que cuando regresase le estaría esperando con una cena especial que estaba preparando para celebrar el día de su cumpleaños, y rió al otro lado del teléfono para que él se quedase tranquilo.
Mientras estaban jugando se oyeron los primeros gritos, después una sirena estridente precedió a la humareda que se adentraba por la puerta entreabierta, y una niebla espesa con olor a humo inundó toda la estancia. Oyó gritos de pánico a su alrededor. Pronto todo se volvió oscuro. Corrió hasta los lavabos próximos y cogió una toalla húmeda con la que se cubrió la boca. El color de las llamas comenzó a aparecer entre la humareda. Vio como algunos chicos caían al suelo desmayados. Quiso llamar a gritos a su madre, pero supo al momento que ella no podría socorrerle en su silla de ruedas. Entonces se dio cuenta que era el más fuerte, que la toalla enrollada en su cara le permitía aguantar más que a los otros y, sin pensarlo, agarró con fuerza a la chica que estaba tendida junto a él y arrastrándola la llevó hasta la calle.
En el exterior del edificio se había arremolinado mucha gente mirando y paralizada al ver las grandes llamas. Quiso gritarles para que le ayudaran, pero en ese instante sólo pensó en los que aún estaban dentro y corrió al interior. Atravesó el humo tosiendo y aguantando el calor de las llamas. Cogió de las piernas al primer chico que encontró en el suelo y lo sacó con prisas fuera. Entre el aire caldeado volvió a mirar a la gente sin comprender por qué permanecían inmóviles. No lo quiso pensar más, y de nuevo se introdujo en el edificio en llamas para rescatar a otros chicos y alejarlos del mortal incendio. Más de seis chicas y chicos había conseguido salvar de aquel infierno, pero creyó que aún era posible sacar a algún otro de los que habían estado jugando con él y su consola, y otra vez se introdujo entre el humo. Mas las llamas decidieron tapar la última puerta por la que él había entrado, y nadie más volvió a salir de aquel lugar.
Una vez más fue un médico el que llamó para dar la trágica noticia y, con el más profundo y agudo dolor de su corazón, la madre del niño de los ojos rasgados tuvo que tirar la cena especial que con tanto mimo había preparado, pues él ya nunca llegaría para saborearla y reír juntos. Y solamente tuvo el consuelo de que, al día siguiente, todos los periódicos y telediarios dieron la noticia del heroico comportamiento de aquel niño con el Síndrome de Dawm, su querido hijo, y pensó cuánto hubiera disfrutado él viéndose en la tele y en los diarios, siendo al fin un héroe.


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