jueves, 22 de enero de 2009

METRO-CIRCULAR




® METRO-CIRCULAR

© Autor: Antonio BLÁZQUEZ MADRID - 2002

(Relato Finalista en el I Certamen de Relatos Cortos de El Pais Literario)



Metro-Circular-Estación-Lucero
Otro día más, aquí, tirado en el andén, esperando que el ruido asome entre la oscuridad del túnel. ¿Y después qué?, nada, sólo me lleva, me lleva al otro extremo, al tajo, y allí es posible que me encuentre con la doña, que nunca ha pisado un andén; ella sabe que del barrio Salamanca no debe salir más tiempo del estrictamente necesario, salvo un día al año, el de la caridad al prójimo, ese día hay que estar en los arrabales, y si es un barrio pobre mejor que mejor: caridad ridícula de mesa petitoria y señoras enjoyadas, conciencias limpias en unas horas: ¡que felicidad!, y además bendecidas por la Santa Madre Iglesia; sí, cómo no, si el que al final arrebaña en el cestillo de la caridad es el señor obispo que se lo lleva puesto debajo de la saya, ¿o hay que decir sotana?; claro, claro, por respeto, porque respeto mucho, eso sí. Por allí el dinerito, por allá la doña, y al lado el obispo, y todos limpios de alma y también de cuerpo, porque no va a ir el señor obispo con un desarrapado que incluso puede oler mal, no, para eso esta la doña que además de oler bien es educada y culta; pero si la viéramos en la cama otra cosa sería, pero eso es intimidad, intimidad protegida por la ley. Que le vamos a hacer si esto es así, puros de cuerpo y alma por obra y gracia de los dineros que ponen en la cestita, colocada sobre el blanco mantel de una mesa petitoria, todos los estúpidos crédulos.

Metro-Circular-Estación-Laguna
Y luego llegará don Manuel, sí, don también, que Manuel es poco para él y mucho menos Manolo, que para eso es el jefe y además esposo de la doña: esposo amantísimo según las normas impuestas por obra y gracia de Dios, que también manda mucho en el mundo (me refiero a Dios); y que no quepa la menor duda de que ÉL está al lado del jefe, como no podía ser de otra manera. Poder con poder se junta y se alaban mutuamente: tú me rezas YO te ayudo, TÚ me ayudas yo te doy, y siempre hay un dios dispuesto a recibir a cambio de... ¡qué más da a cambio de qué! eso no importa, no importa si explotan o roban, eso sí, todo muy legal.
El caso es que don Manuel se debió de perder aquel día que le vi en el vagón del metro, o le tocaba día de sacrificio, y con disimulo se acurrucaba como asustado en una esquina con mirada huidiza. Lo llevaban como al resto, y se ve que no veía a Dios dentro del túnel por la cara que tenía: que pobre me pareció allí; parecía Manuel a secas y hasta Manolo me llegó a parecer. Se ve que pronto terminó su sacrificio porque salió huyendo entre las puertas semiabiertas en la primera estación, sin tener ningún reparo en arrollar a una pobre vieja mugrienta que se encontraba delante.
Sí, mucho don, pero, ¡ay! si le contaran cómo y cuando y cuantas veces. A mí me lo contó y no me lo podía creer, pero seguro que es verdad, porque Pepe no suele mentir aunque sea un poco fanfarrón, y me dijo: <>. <<¿Y él?>> le pregunté. <>, me contestó.

Metro-Circular-Estación-Oporto
Por supuesto que me hubiera gustado contarlo, como a todos, y más cuando estás bajo su suela, su santa suela, pero lo importante no es que tú sepas ni que sepan los demás, porque eso no duele, y si no duele no sirve para nada. ¿Qué conseguía yo y el resto con saber?, mal sabor de boca, porque no lo podíamos utilizar: en el fondo somos unos acojonaos, y primero pensamos en el trozo de pan duro, y luego nos quejamos; pero, ¿y qué?, tal vez esto sea así y no pueda ser de otra forma, es posible que cada uno haya nacido para estar en el sitio que ocupa y nada se pueda cambiar; ¡puerca miseria!, para qué vivir y soportar de paso a cuatro hijos de puta que te miran por encima del hombro como ungidos por las manos de no sé cuantos dioses; ¡no, no puede ser! no hay sitios definidos ni sitios para cada cual, sólo la infame cobardía que nos inunda el cuerpo nos deja inmóviles, y sin reaccionar permanecemos en el mismo sitio a la vez que nos movemos en un viaje estúpido de ida y vuelta para volver siempre al mismo lugar.

Metro-Circular-Estación-Plaza Elíptica
Pero Pepe se la tira, claro que se la tira, y uno se sonríe con malicia al imaginar que ella también se tendrá que quitar la ropa, y que se quedará en pelotas como cualquier mortal, y desnudos, oye tú, que todos somos mucho más iguales; y la doña probablemente será menos doña cuando esté sin bragas, y después a sudar, que a ella también le saldrán los colores y sudará como todo hijo de vecino. Porque Pepe le da, y conociendo a Pepe, que es de los que no se quedan cortos, que es de los que aguantan, seguro que la doña se deshace, y hasta es posible que de su educadita boca salga lo que nunca se pueda uno imaginar cuando la ve entrando por la puerta, tan suya y tan creída como si de una diosa se tratara, pero, cuando esté tirada en la cama, quizás... Me gustaría verla desnuda, a ver si mantiene eso que ella llama clase.
Pienso que la debe gustar, y pudiera ser que… La verdad que a mí no me importaría darle también candela, no sólo por echar un polvo con ella, que también, sino por saber que me he tirado a la doña, a esa que se lo tiene creído y que ni te mira cuando llega a la fábrica en su gran coche, y sin bajarse hasta que no pisa en la entrada alfombrada, no siendo que la muy zorra se manche los zapatitos de cocodrilo que luce.

Metro-Circular-Estación-Usera
Solamente la sensación de ver cómo el que está en lo alto —-que te domina y explota—, sólo la sensación de verle, aunque sea por unos instantes, humillado y debajo de tus botas sucias, compensaría los años de injusticia y de doblar la espalda a su paso, pero no, claro, las leyes los protegen y únicamente se les puede tener respeto, pero si tienes la oportunidad de machacarlo allí donde más le duela, sin que nada te pueda suceder, hay que hacerlo; y si te puedes tirar a su mujercita, mucho mejor, porque les duele pero se callan por aquello de la dignidad: como lo de aquel cura, que después de acostarse con la hija del alcalde, y con la madre (según se rumoreó entre las gentes del lugar), llegó a un acuerdo con el cornudo para que nada se comentase del caso a fin de mantener ambos la dignidad, y a fe que lo consiguieron.
Pero ella, la doña, está además buena, y Pepe se la ha tirado, y si se la ha tirado yo también puedo. Y después a ver a don Manuel: lo llamo y le digo: Manolo, que tenemos algo en común, y debemos llevarnos bien porque si no largo por toda la fábrica y Dios se te va a ir de la obra para no quedar mal, que a Dios le gusta quedar bien, pero que muy bien, delante de sus súbditos, aunque eso sí, un poco a distancia para evitar los malos olores, pues a Dios también le gusta oler a rosas que para eso creó el solito las flores, y no está bien que ahora unos descamisados le vayan a contagiar el mal olor. Pero a lo que iba, que a la doña me la tengo que beneficiar, y después a ver al jefe y a llamarle Manolo que ya seremos compadres de la misma montura.

Metro-Circular-Estación-Legazpi
La puta madre que lo parió, ya se abren las puertas del vagón, y tengo que subir esas escaleras que me llevan hasta la parada del sucio autobús que nos pone gratis don Manuel para que entremos puntuales a trabajar; y la doña que hace ya tiempo que no pisa por la fábrica; y Pepe que ya ni la ve, según cuenta; a lo peor es que nos ha salido un don Manuel de Obra de Dios de puertas afuera y putero de puertas adentro y la doña ya no necesita desahogo, que de estos ricos nunca te puedes esperar nada bueno, y menos decente, y tanta Obra de Dios y tanto rezo y después sin bragas ni calzones son putones y puteros. ¡A la puta fábrica otro día más!
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domingo, 4 de enero de 2009

Alfa y Omega












® Alfa y Omega



© Autor: Antonio BLAZQUEZ MADRID –2004

(Relato Premiado en el IV Concurso de Cuentos de la UDP-2004)


A través de la ventanilla del moderno autocar observo el paso de los escasos árboles que se agrupan, en competencia con los fríos postes de hormigón que sostienen cables de cobre y acero, más allá de la carretera. Que distinto de aquellos frondosos árboles que yo conocí, situados en línea sobre la cuneta, que pasaban velozmente sin tiempo para contarlos. ¡Cuantos años han pasado! Pero aún me parece que las flores siguen siendo las mismas de antes —rojas, amarillas, blancas—, y los campos verdes, salteados por ocres de tierra, me hacen evocar voces infantiles correteando tras de algún pequeño pajarillo incapaz aún de levantar el primer vuelo. ¡Cuanto tiempo, cuanta distancia, cuanto sueños olvidados!
Recostado en el cómodo asiento noto el suave frío del aire acondicionado. Cierro los ojos en un intento de dar descanso a mi viejo cuerpo, al tiempo que quiero recordar. A mi mente fluyen imágenes de tierras frías y sombrías (mi último destino, abandonado ya para siempre). Desde el sopor que me envuelve rememoro aquel ya muy lejano día cuando, entre gritos infantiles, comencé el camino inverso que ahora pretendo deshacer.

Era un día caluroso del final de verano: cuantas esperanzas puestas en aquel primer viaje; cuantas noches de espera con el corazón latiendo con fuerza, lleno de ilusión y, al mismo tiempo, aprisionado por el miedo. Días de apoyo en el regazo de aquella madre vestida de negro —siempre la conocí así—. La última noche, interminable, hasta la llegada de la mañana. A la luz del alba, con nerviosas prisas, ayudé a colocar la escasa ropa en la pequeña maleta de madera que, poco después, arrastraba con fuerza de niño grande hasta llegar a la curva de la carretera, donde tenía su parada aquel viejo autobús comarcal de color grisáceo y con ruido de ronquido viejo. Aún me parece ver las imágenes de los pañuelos ondeando en señal de despedida.
Recuerdo el dolor que me producía la dura madera del asiento que, poco a poco, hizo que la tristeza por la tierra abandonada fuera ahondando en mi pequeño cuerpo, y el ronco zumbido del viejo motor retumbando en mi cabeza, hasta que mis ojos se cerraron en el primer sueño mas allá de aquel pequeño pueblo que había sido todo mi mundo.
Los meses y los años se fueron encargando de romper aquella primera ilusión. En la memoria siempre un deseo y una incertidumbre: saber si algún día regresaría.

Me arranca de mis pensamientos una voz femenina con un tono metalizado: Pasajeros para Montecillo, preparen su equipaje, entraremos en la estación en unos minutos
Observo, con curiosa despreocupación, las prisas de los pasajeros por ocupar el primer puesto en la puerta de salida, como si temieran perder la oportunidad de bajar en su destino. Pregunto al conductor por el mío: me indica que aún quedan varias paradas. Tranquilo, me recuesto sobre el asiento, y me coloco unos auriculares para escuchar las noticias. De nuevo el autocar reinicia la marcha suavemente. A través del receptor escucho a dos locutores que debaten sobre las perspectivas difíciles, muy difíciles —según relatan— que tienen actualmente los jóvenes, y mis pensamientos se van hacia aquel tiempo que ya casi tengo olvidado.

Allá, entonces, en la ciudad sin nadie que nos diera casa o comida; buscándonos la vida una vez aquí otra allá, con escasos diecisiete años y ya olvidado aquel primer viaje: Cuanta hambre despreciada para que no se notase, cuantas horas a la espera de cuadrilla, cuantos días de ladrillo a pleno sol mal pagados, para, al fin, tener que ir hacia el norte, donde, según las noticias, había trabajo de más y hambre de menos. Una carta a la madre y un hasta luego a la ciudad primera. En la destartalada estación, de cemento y hierro, esperaba otro autocar, gastado y gris, para el nuevo destino. El ronco rechinar del motor anunciando la salida. Once largas horas aguardaban sobre el duro asiento. Un cojín provisional, echo con un viejo jersey, para amortiguar los vaivenes sobre la ondulada carretera. . En la mente el recuerdo de aquella mujer de negro que se alejaba cada vez más. Unas lágrimas tragadas con prisas para no perder la hombría (aún no se bien ante quien). Olor a gasóleo. Rebanadas de pan con queso duro mientras se enfriaba el motor con agua. Paradas pueblo a pueblo. Gente anónima que subía y bajaba. Conversaciones de compromiso: ¿A donde vas? yo al norte. Yo también, que aquí ya se ha acabado el trabajo. Allá vamos todos. ¿Habrá para todos? Dicen que si. Esperemos. Demasiado lejos ¿verdad? Quizá. Bueno, lo importante es que haya trabajo. Eso espero. ¿Tú a que vas? Yo, a la construcción. Yo, a ser posible, espero algo más. ¡Uy! difícil, eso estará todo…. Ya... Otro pueblo, y otro, y otro más, por fin el nuevo destino, la nueva ciudad cubierta por un cielo oscuro con tonalidades de rojo plomizo: Será porque es otoño y… ¡Quizá!
No había que olvidar una carta al mes a aquella mujer de negro (las lágrimas que no se reflejasen en las letras, esperanza mucha esperanza): “…Esto está muy bien, aquí hay mucha vida y trabajo para todos… (que las letras no mostrasen la incertidumbre, ni las penurias, ni los sinsabores, ni la desilusión. Futuro mucho futuro) Besos, madre, de tu hijo que no te olvida”.

Una brusca parada me hace salir de mi letargo. Un semáforo en rojo. Casas blancas alrededor. Gente que cruza deprisa. Pregunto: aun me quedan tres paradas. Intento ayudar a una joven madre a bajar: No se moleste, no se moleste, no hace falta ¿Me habrá visto viejo y cansado?
El autocar vuelve sobre el asfalto. En la pantalla del televisor se pueden ver imágenes de tierras cubiertas de nieve. Es hermoso el paisaje: blancas montañas; largas pistas por las que se deslizan veloces cuerpo cubiertos con coloridos ropajes; grandes carreteras que cruzan verdes campos. La voz del comentarista repite una y otro vez: Visite, visite el norte; disfrute de su alto nivel de vida y de sus... Esas palabras me hacen revivir aquellas otras, alejadas en el tiempo, cuando en aquella ciudad de cielo oscuro y rojo plomizo ya no había ladrillos que poner, ni pan para almorzar todos los días.

Un nuevo viaje. Otra carta a la madre antes de la nueva partida (el papel que ocultase la desesperación y el fracaso): “Madre: Voy más al norte. Allí el futuro es mejor, mucho mejor. Lo dicen los que han ido y los que vuelven. Mucho mejor. Estoy bien aquí (que no apareciese el hambre entre las letras, que no apareciese), pero aquello es mejor, hay más futuro. Ya verás, madre, cuando vuelva con coche, y con tela de colores para que dejes el negro, que te hace mayor, madre, que te hace mayor”.
Un nuevo autocar: mas cómodo; ya no hacía falta el jersey viejo en el asiento. El rugido del motor ya no era tanto. Kilómetros, kilómetros. El compañero de al lado con conversación monótona: Allí tengo un amigo que esta bien, y me ha dicho que sobra el trabajo. Eso espero. ¡Seguro!. Que no nos pase lo de aquí, que dure más tiempo. De allí volvemos ricos, ya verás, ya verás. Y con coche, a ser posible. ¡Seguro!. Ojalá, que quiero ver a la madre y que deje el negro. Yo la llevaré una plancha nueva. Pues yo metros de tela de colores para que deje el negro, que la hace vieja.


Kilómetros, paradas, agua para el autocar, pan y queso, conversación monotema. El cansancio y la noche permitían echar una cabezada molesta sobre el duro respaldo: las piernas encogidas, la cabeza del compañero sobre el hombro. El nuevo día se presentó con negros nubarrones que cubrían el horizonte del nuevo destino: Tal vez sea porque es invierno... ¡Tal vez!
Años, años de distancia. “Querida madre: (que la pluma no reflejase la nostalgia) Sí, aquí hay mucho futuro, madre, volveré con un coche grande, que ya le tengo casi comprado; y con un vestido de flores: ¡verás como te gusta! En cuanto tenga el coche allá que me voy, y no te llevaré uno que te llevaré dos vestidos: el de flores y otro de colores (que las letras no dejasen ver las lágrimas). Adiós madre, tu hijo que te quiere”.
Distancia, más distancia. Años, más años. Más kilómetros, y como siempre una nueva carta (que las palabras no revelasen el alejamiento): “Madre, ya no te mando la tela, que el negro siempre fue tu color: ¡para qué cambiar! Por aquí bien, como siempre. Ya tengo casa. En cuanto acabe de pagarla iré a llevarte una televisión nueva, para que puedas ver a los artistas y los toros, que a ti siempre te gustaron. Besos, madre, de tu hijo”.
Nuevos autocares, nuevos destinos, los recuerdos casi olvidados: Ya no sabía cómo eran sus caras, ni cómo el negro de mi madre, ni cómo las calles polvorientas del pueblo. Me habían dicho que ya no existían barros, que había agua corriente, que la televisión era de colores, que a la iglesia ya no se iba con velo. (Que las cartas encubriesen el olvido): “Madre: Por fin tengo coche; es grande, aunque por dentro sea viejo, pero, qué más da. Mejor que un vestido una tele; sí, te llevará una tele para ti, madre. El próximo verano voy, voy sin falta, y te contaré cuanto de bueno hay por aquí, que ya tengo ganas de verte después de tantos años. Muchos autocares he cogido, muchos, pero ahora, con mi nuevo coche, te prometo que iré a verte. ¿Seguro que estás bien? Cuídate, porque me dices en tu última que ya casi no te tienes; pero tú eres fuerte, madre, tu eres fuerte.
De tu hijo”.

Fue la última carta que escribí antes de que llegara aquel telegrama del Alcalde. Era escueto: “Mi más sentido pésame”. Mis ojos se llenaron de lágrimas vertidas hacia dentro, al tiempo que en mi memoria intenté encontrar, inútilmente, la imagen de aquella mujer.
Hoy, cincuenta años después de aquel primer viaje, vuelvo con mi cansado cuerpo, y con un vestido de flores para ponerlo sobre su tumba. Las calles no tienen barros, pero aquel olor de mi niñez aún permanece; y ahora recuerdo su cara, su cara de madre joven vestida de negro: Ya he vuelto, madre. He vuelto con un vestido de flores para que dejes el negro, que siempre te hizo mayor; aunque, ahora, cuando miro al cielo, te veo a ti joven como cuando te deje aquel lejano día, y, sin embargo, veo el reflejo de un viejo, un viejo que soy yo. Tal vez tu nunca envejeciste, y he sido yo el que he perdido mi vida entre autocar y autocar, entre destino y destino.
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