domingo, 4 de enero de 2009

Alfa y Omega












® Alfa y Omega



© Autor: Antonio BLAZQUEZ MADRID –2004

(Relato Premiado en el IV Concurso de Cuentos de la UDP-2004)


A través de la ventanilla del moderno autocar observo el paso de los escasos árboles que se agrupan, en competencia con los fríos postes de hormigón que sostienen cables de cobre y acero, más allá de la carretera. Que distinto de aquellos frondosos árboles que yo conocí, situados en línea sobre la cuneta, que pasaban velozmente sin tiempo para contarlos. ¡Cuantos años han pasado! Pero aún me parece que las flores siguen siendo las mismas de antes —rojas, amarillas, blancas—, y los campos verdes, salteados por ocres de tierra, me hacen evocar voces infantiles correteando tras de algún pequeño pajarillo incapaz aún de levantar el primer vuelo. ¡Cuanto tiempo, cuanta distancia, cuanto sueños olvidados!
Recostado en el cómodo asiento noto el suave frío del aire acondicionado. Cierro los ojos en un intento de dar descanso a mi viejo cuerpo, al tiempo que quiero recordar. A mi mente fluyen imágenes de tierras frías y sombrías (mi último destino, abandonado ya para siempre). Desde el sopor que me envuelve rememoro aquel ya muy lejano día cuando, entre gritos infantiles, comencé el camino inverso que ahora pretendo deshacer.

Era un día caluroso del final de verano: cuantas esperanzas puestas en aquel primer viaje; cuantas noches de espera con el corazón latiendo con fuerza, lleno de ilusión y, al mismo tiempo, aprisionado por el miedo. Días de apoyo en el regazo de aquella madre vestida de negro —siempre la conocí así—. La última noche, interminable, hasta la llegada de la mañana. A la luz del alba, con nerviosas prisas, ayudé a colocar la escasa ropa en la pequeña maleta de madera que, poco después, arrastraba con fuerza de niño grande hasta llegar a la curva de la carretera, donde tenía su parada aquel viejo autobús comarcal de color grisáceo y con ruido de ronquido viejo. Aún me parece ver las imágenes de los pañuelos ondeando en señal de despedida.
Recuerdo el dolor que me producía la dura madera del asiento que, poco a poco, hizo que la tristeza por la tierra abandonada fuera ahondando en mi pequeño cuerpo, y el ronco zumbido del viejo motor retumbando en mi cabeza, hasta que mis ojos se cerraron en el primer sueño mas allá de aquel pequeño pueblo que había sido todo mi mundo.
Los meses y los años se fueron encargando de romper aquella primera ilusión. En la memoria siempre un deseo y una incertidumbre: saber si algún día regresaría.

Me arranca de mis pensamientos una voz femenina con un tono metalizado: Pasajeros para Montecillo, preparen su equipaje, entraremos en la estación en unos minutos
Observo, con curiosa despreocupación, las prisas de los pasajeros por ocupar el primer puesto en la puerta de salida, como si temieran perder la oportunidad de bajar en su destino. Pregunto al conductor por el mío: me indica que aún quedan varias paradas. Tranquilo, me recuesto sobre el asiento, y me coloco unos auriculares para escuchar las noticias. De nuevo el autocar reinicia la marcha suavemente. A través del receptor escucho a dos locutores que debaten sobre las perspectivas difíciles, muy difíciles —según relatan— que tienen actualmente los jóvenes, y mis pensamientos se van hacia aquel tiempo que ya casi tengo olvidado.

Allá, entonces, en la ciudad sin nadie que nos diera casa o comida; buscándonos la vida una vez aquí otra allá, con escasos diecisiete años y ya olvidado aquel primer viaje: Cuanta hambre despreciada para que no se notase, cuantas horas a la espera de cuadrilla, cuantos días de ladrillo a pleno sol mal pagados, para, al fin, tener que ir hacia el norte, donde, según las noticias, había trabajo de más y hambre de menos. Una carta a la madre y un hasta luego a la ciudad primera. En la destartalada estación, de cemento y hierro, esperaba otro autocar, gastado y gris, para el nuevo destino. El ronco rechinar del motor anunciando la salida. Once largas horas aguardaban sobre el duro asiento. Un cojín provisional, echo con un viejo jersey, para amortiguar los vaivenes sobre la ondulada carretera. . En la mente el recuerdo de aquella mujer de negro que se alejaba cada vez más. Unas lágrimas tragadas con prisas para no perder la hombría (aún no se bien ante quien). Olor a gasóleo. Rebanadas de pan con queso duro mientras se enfriaba el motor con agua. Paradas pueblo a pueblo. Gente anónima que subía y bajaba. Conversaciones de compromiso: ¿A donde vas? yo al norte. Yo también, que aquí ya se ha acabado el trabajo. Allá vamos todos. ¿Habrá para todos? Dicen que si. Esperemos. Demasiado lejos ¿verdad? Quizá. Bueno, lo importante es que haya trabajo. Eso espero. ¿Tú a que vas? Yo, a la construcción. Yo, a ser posible, espero algo más. ¡Uy! difícil, eso estará todo…. Ya... Otro pueblo, y otro, y otro más, por fin el nuevo destino, la nueva ciudad cubierta por un cielo oscuro con tonalidades de rojo plomizo: Será porque es otoño y… ¡Quizá!
No había que olvidar una carta al mes a aquella mujer de negro (las lágrimas que no se reflejasen en las letras, esperanza mucha esperanza): “…Esto está muy bien, aquí hay mucha vida y trabajo para todos… (que las letras no mostrasen la incertidumbre, ni las penurias, ni los sinsabores, ni la desilusión. Futuro mucho futuro) Besos, madre, de tu hijo que no te olvida”.

Una brusca parada me hace salir de mi letargo. Un semáforo en rojo. Casas blancas alrededor. Gente que cruza deprisa. Pregunto: aun me quedan tres paradas. Intento ayudar a una joven madre a bajar: No se moleste, no se moleste, no hace falta ¿Me habrá visto viejo y cansado?
El autocar vuelve sobre el asfalto. En la pantalla del televisor se pueden ver imágenes de tierras cubiertas de nieve. Es hermoso el paisaje: blancas montañas; largas pistas por las que se deslizan veloces cuerpo cubiertos con coloridos ropajes; grandes carreteras que cruzan verdes campos. La voz del comentarista repite una y otro vez: Visite, visite el norte; disfrute de su alto nivel de vida y de sus... Esas palabras me hacen revivir aquellas otras, alejadas en el tiempo, cuando en aquella ciudad de cielo oscuro y rojo plomizo ya no había ladrillos que poner, ni pan para almorzar todos los días.

Un nuevo viaje. Otra carta a la madre antes de la nueva partida (el papel que ocultase la desesperación y el fracaso): “Madre: Voy más al norte. Allí el futuro es mejor, mucho mejor. Lo dicen los que han ido y los que vuelven. Mucho mejor. Estoy bien aquí (que no apareciese el hambre entre las letras, que no apareciese), pero aquello es mejor, hay más futuro. Ya verás, madre, cuando vuelva con coche, y con tela de colores para que dejes el negro, que te hace mayor, madre, que te hace mayor”.
Un nuevo autocar: mas cómodo; ya no hacía falta el jersey viejo en el asiento. El rugido del motor ya no era tanto. Kilómetros, kilómetros. El compañero de al lado con conversación monótona: Allí tengo un amigo que esta bien, y me ha dicho que sobra el trabajo. Eso espero. ¡Seguro!. Que no nos pase lo de aquí, que dure más tiempo. De allí volvemos ricos, ya verás, ya verás. Y con coche, a ser posible. ¡Seguro!. Ojalá, que quiero ver a la madre y que deje el negro. Yo la llevaré una plancha nueva. Pues yo metros de tela de colores para que deje el negro, que la hace vieja.


Kilómetros, paradas, agua para el autocar, pan y queso, conversación monotema. El cansancio y la noche permitían echar una cabezada molesta sobre el duro respaldo: las piernas encogidas, la cabeza del compañero sobre el hombro. El nuevo día se presentó con negros nubarrones que cubrían el horizonte del nuevo destino: Tal vez sea porque es invierno... ¡Tal vez!
Años, años de distancia. “Querida madre: (que la pluma no reflejase la nostalgia) Sí, aquí hay mucho futuro, madre, volveré con un coche grande, que ya le tengo casi comprado; y con un vestido de flores: ¡verás como te gusta! En cuanto tenga el coche allá que me voy, y no te llevaré uno que te llevaré dos vestidos: el de flores y otro de colores (que las letras no dejasen ver las lágrimas). Adiós madre, tu hijo que te quiere”.
Distancia, más distancia. Años, más años. Más kilómetros, y como siempre una nueva carta (que las palabras no revelasen el alejamiento): “Madre, ya no te mando la tela, que el negro siempre fue tu color: ¡para qué cambiar! Por aquí bien, como siempre. Ya tengo casa. En cuanto acabe de pagarla iré a llevarte una televisión nueva, para que puedas ver a los artistas y los toros, que a ti siempre te gustaron. Besos, madre, de tu hijo”.
Nuevos autocares, nuevos destinos, los recuerdos casi olvidados: Ya no sabía cómo eran sus caras, ni cómo el negro de mi madre, ni cómo las calles polvorientas del pueblo. Me habían dicho que ya no existían barros, que había agua corriente, que la televisión era de colores, que a la iglesia ya no se iba con velo. (Que las cartas encubriesen el olvido): “Madre: Por fin tengo coche; es grande, aunque por dentro sea viejo, pero, qué más da. Mejor que un vestido una tele; sí, te llevará una tele para ti, madre. El próximo verano voy, voy sin falta, y te contaré cuanto de bueno hay por aquí, que ya tengo ganas de verte después de tantos años. Muchos autocares he cogido, muchos, pero ahora, con mi nuevo coche, te prometo que iré a verte. ¿Seguro que estás bien? Cuídate, porque me dices en tu última que ya casi no te tienes; pero tú eres fuerte, madre, tu eres fuerte.
De tu hijo”.

Fue la última carta que escribí antes de que llegara aquel telegrama del Alcalde. Era escueto: “Mi más sentido pésame”. Mis ojos se llenaron de lágrimas vertidas hacia dentro, al tiempo que en mi memoria intenté encontrar, inútilmente, la imagen de aquella mujer.
Hoy, cincuenta años después de aquel primer viaje, vuelvo con mi cansado cuerpo, y con un vestido de flores para ponerlo sobre su tumba. Las calles no tienen barros, pero aquel olor de mi niñez aún permanece; y ahora recuerdo su cara, su cara de madre joven vestida de negro: Ya he vuelto, madre. He vuelto con un vestido de flores para que dejes el negro, que siempre te hizo mayor; aunque, ahora, cuando miro al cielo, te veo a ti joven como cuando te deje aquel lejano día, y, sin embargo, veo el reflejo de un viejo, un viejo que soy yo. Tal vez tu nunca envejeciste, y he sido yo el que he perdido mi vida entre autocar y autocar, entre destino y destino.

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