jueves, 20 de diciembre de 2018

ALFA Y OMEGA -Cuento de Navidad-

                                                   
                                Alfa y Omega
                     (Una cuna de cartón)
                               
En el vestíbulo apagado de la sucursal bancaria el niño recién nacido tiritaba bajo los periódicos que tapaban su cuerpo desnudo. Tumbada a su lado, sobre el suelo sucio, una mujer joven y escuálida se sujetaba el vientre aún dolorido. Se quitó el raído jersey que cubría su torso, para arropar al niño que se acurrucaba en la caja de cartón que le servía de cuna. Al otro lado de la puerta, el cajero automático iba entregando sus billetes: ahora a uno, después a otro, y a otra, y a otro, que se abrazaban y seguían de parranda por la calle.
En los periódicos arrugados se podía leer, en grandes letras, la fiesta que se celebraba: FELIZ NAVIDAD 2018.
La madre, escondida en el rincón oscuro del vestíbulo, y cubierta por la sombra del cajero, miraba con ternura a su pequeño. El niño, encogido dentro de la caja, dejaba escapar entre los pequeños labios de recién nacido sus primeros y desconsolados lloros. 
     «No llores mi niño, no llores, que estoy aquí junto a ti. Hoy es Navidad, y el Niño Dios nació como tú en un lúgubre lugar sobre una cuna de paja. No llores mi niño, no llores, que mamá te cuidará siempre».
El intenso frío iba cubriendo la piel del bebe, que buscaba con ansiedad los pechos de la madre para intentar arrancar un poco de alimento de aquellos senos vacíos y secos. Ella los apretaba con fuerza, en un vano intento de hacer que unas gotas de cálida leche aparecieran en sus maltrechos pezones.
       «Espera, mi vida, espera, que pronto alguien dejará un poco de leche fresca, o tal vez un yoghourt en el cubo de la basura. Espera, mi vida, que enseguida se calmará tu hambre».
El cajero volvía a repartir billetes entre voces alegres que esperaban inquietas. La tarde avanzaba gris, y un viento de nieve silbaba una canción triste de navidad al otro lado del cristal. El aire helado entraba por las rendijas de la puerta. La madre amontonaba más periódicos viejos sobre la cuna de cartón, que los pies del niño removían en una inocente lucha por encontrar algo calor.
       «No te preocupes mi niño, sólo es frío, que pasará pronto. Cuando acabe la noche y el nuevo día aparezca, llegará el sol para espantar al frío. No te preocupes mi niño, sólo es frío, y se irá cuando llegue el día».
La tarde se apagaba dejando paso a la noche, y las sombras comenzaban a luchar contra las luces de colores que salpicaban el pequeño cielo artificial que colgaba entre las fachadas de las casas. En la calle se oían villancicos que salían de gargantas saturadas de champán y turrón. El cajero seguía dando billetes. En el interior, los ojos inocentes y suplicantes del niño mostraban su hambre aún no saciada.
«No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche, y la oscuridad te hará dormir; y cuando estés dormido iremos a buscar comida puerta a puerta, que hoy es Navidad y habrá gente buena que cubrirá su conciencia con un poco de leche caliente, que hará que tu hambre deje de ser hambre para quedar convertida solamente en miseria. No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche e iremos a buscar comida».
El sonido monótono y metálico del cajero se repetía una y otra vez. Los cristales empañados dejaban ver las luces de colores y las siluetas felices que cruzaban por la acera. La noche iba llenando con su gélida oscuridad el interior de la caja de cartón que servía de cuna al pequeño niño. El cajero repartía dinero sin descanso. Las gentes se despedían deseándose felicidad eterna. Mientras, la madre cogía a su hijo entre los brazos y lo apretaba contra su cuerpo para intentar darle un poco de calor. El niño ya no lloraba, sólo unas lágrimas cristalinas que cruzaban su cara mostraban su agónica existencia.
      «Mi niño, no te rindas ahora, que la luna ya está en lo alto y la noche terminará enseguida. Aguanta, que no tardando mucho llegará el sol luminoso y caliente para darte vida. Espera un poco más, mi amor, que pronto mi cuerpo tendrá leche abundante y cálida para alimentar tu cuerpo. Ven, acurrúcate entre mis pechos; deja que mi calor espante tu frío. Resiste, mi amor, mi niño, no te rindas ahora».
Fuera, bajo el cielo frío del invierno, los villancicos atravesaban los cristales de las ventanas de las casas, y se fundían con las luces de colores que adornaban la calle. Las risas llegaban hasta la puerta de la sucursal bancaria. Dentro, entre la oscuridad, el niño ya no tiritaba, ni lloraba, ni movía sus pequeñas manos moradas, ni pataleaba entre los periódicos viejos; estaba muy quieto dentro de la caja de cartón, y la madre dejaba escapar una lágrima al tiempo que cerraba, con sus temblorosos dedos, los apagados ojos del niño.
      «Mi amor, ahora en el cielo te estarán esperando impacientes, y las nubes formarán entre ellas una cuna blanda que recogerá tu tierno cuerpo, y las estrellas lucirán toda la noche para celebrar contigo la Navidad, y cuando salga el sol, tú estarás lejos de este frío mundo que te vio nacer y que nunca quiso conocerte. Mi niño, mi amor, mi vida, ahora tendrás un cielo caliente, solo para ti».
El cajero volvía a dejar caer más billetes, que alguien recogía mientras cantaba a la navidad. Al otro lado, el pequeño cuerpo del niño permanecía, inerte y frío, dentro de su cuna de cartón.

                                                   Antonio Blázquez-Madrid
                                               ablazquezmadrid@gmail.com
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CONTINUIDAD Cuento triste de Navidad

                                               

                                                            Cuento triste de Navidad


La monótona música de los villancicos traspasa, como cada año, los cristales de la ventana. La misma historia vuelve al lugar de siempre. En el salón, un gastado «belén» ocupa la repisa de la chimenea. En el «belén» el Niño debe de tener la mejilla rota, y la tiene; la Madre debe de estar con los ojos borrados, y así está; el Padre debe agarrar con dureza la empuñadura del bastón, y lo hace.
Sentado en un raído sillón, frente a la chimenea, un hombre contempla inquieto la escena navideña, al tiempo que sujeta con fuerza una culata fría. Sobre una hamaca, una mujer balancea su cuerpo con ritmo cansino, mientras que mira en silencio, con ojos apagados y quietos, una fotografía amarillenta que mantiene entre las manos. La estancia huele a aguardiente añejo. Las sucias bolas de cristal que pretenden adornar el «nacimiento» ya no reflejan la luz que apenas cubre las paredes de la habitación. Apartado en un rincón, un niño lee un cuento de navidad escrito en un diario un día 25 de otro mes de diciembre. Un «boom» salido de entre las palabras que está leyendo se adelanta al potente «boom» que llega a sus oídos. Con miedo, y sin levantar la vista, al mismo tiempo que toca su cara dolorida, el niño prosigue con la lectura para saber cómo termina la historia de aquel otro 25 de diciembre que se cuenta en el diario, y las letras le van descubriendo que el hombre que aparece en el relato tiene que quedar con el brazo caído, inerte, y sus dedos rozando las baldosas manchadas de rojo, y así queda; y la mujer que le acompaña, después de llorar con amargura hasta secar sus ojos, tiene que permanecer eternamente mirando una fotografía que coge con sus temblorosas manos, y así permanece; y un niño, que se acurruca temeroso en una oscura esquina, tiene que leer un cuento triste de navidad, mientras se acaricia su rostro herido, y así lo hace.
El niño termina de leer el relato escrito en el diario, y vuelve a esconderlo bajo las baldosas rotas del salón, para que al año siguiente, cuando los villancicos retumben de nuevo a través de los cristales y el «belén» roto vuelva a estar sobre la repisa de la chimenea, otro niño lo encuentre, mientras se oculta con miedo en un rincón oscuro con su mejilla dolorida. 
                                                           Antonio Blázquez-Madrid
                                                         ablazquezmadrid@gmail.com

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lunes, 10 de diciembre de 2018

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