Alfa y Omega
(Una cuna de cartón)
En el vestíbulo apagado de la sucursal bancaria el
niño recién nacido tiritaba bajo los periódicos que tapaban su cuerpo desnudo.
Tumbada a su lado, sobre el suelo sucio, una mujer joven y escuálida se
sujetaba el vientre aún dolorido. Se quitó el raído jersey que cubría su torso,
para arropar al niño que se acurrucaba en la caja de cartón que le servía de
cuna. Al otro lado de la puerta, el cajero automático iba entregando sus
billetes: ahora a uno, después a otro, y a otra, y a otro, que se abrazaban y
seguían de parranda por la calle.
En los periódicos arrugados se podía leer, en grandes
letras, la fiesta que se celebraba: FELIZ NAVIDAD 2018.
La madre, escondida en el rincón oscuro del vestíbulo,
y cubierta por la sombra del cajero, miraba con ternura a su pequeño. El niño,
encogido dentro de la caja, dejaba escapar entre los pequeños labios de recién
nacido sus primeros y desconsolados lloros.
«No llores mi niño, no llores,
que estoy aquí junto a ti. Hoy es Navidad, y el Niño Dios nació como tú en un
lúgubre lugar sobre una cuna de paja. No llores mi niño, no llores, que mamá te
cuidará siempre».
El intenso frío iba cubriendo la piel del bebe, que buscaba
con ansiedad los pechos de la madre para intentar arrancar un poco de alimento de
aquellos senos vacíos y secos. Ella los apretaba con fuerza, en un vano intento
de hacer que unas gotas de cálida leche aparecieran en sus maltrechos pezones.
«Espera, mi vida, espera, que
pronto alguien dejará un poco de leche fresca, o tal vez un yoghourt en el cubo
de la basura. Espera, mi vida, que enseguida se calmará tu hambre».
El cajero volvía a repartir billetes entre voces
alegres que esperaban inquietas. La tarde avanzaba gris, y un viento de nieve
silbaba una canción triste de navidad al otro lado del cristal. El aire helado
entraba por las rendijas de la puerta. La madre amontonaba más periódicos
viejos sobre la cuna de cartón, que los pies del niño removían en una inocente
lucha por encontrar algo calor.
«No te preocupes mi niño, sólo es
frío, que pasará pronto. Cuando acabe la noche y el nuevo día aparezca, llegará
el sol para espantar al frío. No te preocupes mi niño, sólo es frío, y se irá
cuando llegue el día».
La tarde se apagaba dejando paso a la noche, y las
sombras comenzaban a luchar contra las luces de colores que salpicaban el
pequeño cielo artificial que colgaba entre las fachadas de las casas. En la
calle se oían villancicos que salían de gargantas saturadas de champán y
turrón. El cajero seguía dando billetes. En el interior, los ojos inocentes y
suplicantes del niño mostraban su hambre aún no saciada.
«No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche, y
la oscuridad te hará dormir; y cuando estés dormido iremos a buscar comida
puerta a puerta, que hoy es Navidad y habrá gente buena que cubrirá su
conciencia con un poco de leche caliente, que hará que tu hambre deje de ser
hambre para quedar convertida solamente en
miseria. No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche e iremos a buscar comida».
El sonido monótono y metálico del cajero se repetía
una y otra vez. Los cristales empañados dejaban ver las luces de colores y las
siluetas felices que cruzaban por la acera. La noche iba llenando con su gélida
oscuridad el interior de la caja de cartón que servía de cuna al pequeño niño.
El cajero repartía dinero sin descanso. Las gentes se despedían deseándose felicidad
eterna. Mientras, la madre cogía a su hijo entre los brazos y lo apretaba contra
su cuerpo para intentar darle un poco de calor. El niño ya no lloraba, sólo
unas lágrimas cristalinas que cruzaban su cara mostraban su agónica existencia.
«Mi niño, no te rindas ahora, que
la luna ya está en lo alto y la noche terminará enseguida. Aguanta, que no
tardando mucho llegará el sol luminoso y caliente para darte vida. Espera un
poco más, mi amor, que pronto mi cuerpo tendrá leche abundante y cálida para
alimentar tu cuerpo. Ven, acurrúcate entre mis pechos; deja que mi calor espante
tu frío. Resiste, mi amor, mi niño, no te rindas ahora».
Fuera, bajo el cielo frío del invierno, los
villancicos atravesaban los cristales de las ventanas de las casas, y se
fundían con las luces de colores que adornaban la calle. Las risas llegaban
hasta la puerta de la sucursal bancaria. Dentro, entre la oscuridad, el niño ya
no tiritaba, ni lloraba, ni movía sus pequeñas manos moradas, ni pataleaba
entre los periódicos viejos; estaba muy quieto dentro de la caja de cartón, y
la madre dejaba escapar una lágrima al tiempo que cerraba, con sus temblorosos
dedos, los apagados ojos del niño.
«Mi amor, ahora en el cielo te
estarán esperando impacientes, y las nubes formarán entre ellas una cuna blanda
que recogerá tu tierno cuerpo, y las estrellas lucirán toda la noche para
celebrar contigo la Navidad ,
y cuando salga el sol, tú estarás lejos de este frío mundo que te vio nacer y
que nunca quiso conocerte. Mi niño, mi amor, mi vida, ahora tendrás un cielo
caliente, solo para ti».
El cajero volvía a dejar caer más billetes, que
alguien recogía mientras cantaba a la navidad. Al otro lado, el pequeño cuerpo
del niño permanecía, inerte y frío, dentro de su cuna de cartón.
Antonio
Blázquez-Madrid
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