miércoles, 14 de julio de 2010

Verano en Castilla


® Verano en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



Cielos limpios. Calor abrasador que ahuyenta a los lagartos solitarios. Tierra quemada. Sombras que hacen vida; vidas que viven pegadas a las sombras. Polvo en las calles que esperan las pisadas juguetonas de niños que ya son ajenos el resto del tiempo. Golondrinas que regatean el aire caliente. Cigüeñas que enseñan a volar a sus crías, al tiempo que les van mostrando los vientos que les llevaran a territorios lejanos. Abuelas que acumulan caricias para el invierno. Abuelos que cuentan cuentos antes de que lleguen las noches vacías del otoño. Cohetes y banderas que celebran y recogen alegrías una vez al año; y la procesión que comienza cuando las campanas de la iglesia tocan a las cinco en punto de la tarde, aunque el viejo reloj de la torre ya hace tiempo que dejó de marcar el inicio de la fiesta del patrón de la Villa Castellana.

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jueves, 1 de julio de 2010

El final del reflejo más íntimo



® El final del reflejo más íntimo

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Relato finalista en el VII Concurso de Relatos “Luis del Val” - Sallent de Gállego - Huesca)



Las gotas de sangre que caen de mis manos se mezclan con tu cuerpo destruido y tirado en el suelo, mas, a pesar de los muchos años en los que has sido mi compañero más íntimo, de mis ojos no fluyen lágrimas que me humedezcan la cara, ni de mi garganta ha salido ningún rasgado sonido que muestre dolor o pena, pues en el fondo del alma siento que se ha hecho justicia después de toda una larga vida en la que siempre me mantuviste vigilada desde el otro lado.
Aún recuerdo aquellos años de la infancia cuando me mirabas y te mofabas de mí cada vez que las lágrimas aparecían en mis ojos. Sí, eras cruel conmigo, y, con aquella voz que me llegaba a lo más profundo de mi ser sin que el sonido traspasara el aire, me hacías creer que yo me burlaba de mi misma y que tú solamente eras un mudo testigo.
Recuerdo aún tu falta de sentimientos cuando en la dura adolescencia me mirabas a través de la fría barrera que nos separaba, sin importarte nada los grandes traumas que me acuciaban, tan importantes para mí. Nunca te oí una sola palabra de consuelo, ni un gesto compasivo, sólo me mirabas, fijamente, a los ojos, haciendo muecas que repetían burlonamente las mías, en una hiriente imitación que hacía aún más dura mi existencia.
Con el paso del tiempo me seguiste vigilando oculto entre las manchas de polvo y grasa acumuladas sobre aquel marco acristalado a través del que siempre nos mirábamos, y, con despiadada frialdad, me ibas recordando día a día el paso de los años, e insistentemente me mostrabas cada una de las arrugas que inevitablemente iban naciendo en mi rostro, cada cabello caído, cada trocito de piel donde el brillo había ido desapareciendo. Sin compasión, cada mañana y cada noche, me hacías sufrir con tu gélida mirada sin que yo te pudiera culpar pues desaparecías de mi vista en cuanto me alejaba unos metros. Nunca pude discutir contigo, simplemente te burlabas de mí repitiendo una y otra vez cada una de mis palabras, y en ninguna ocasión fuiste capaz de devolverme un saludo, ni de lanzarme una sonrisa cuando estaba triste.
Mi cuerpo y mi vida poco a poco se han ido llenando de años, ¡sííí!, es verdad, y tuya no es la culpa, pero lo que en ningún momento podré perdonarte es que tú, aprovechando mi más intima y desnuda presencia, me recordases continuamente cuan lastimero era mi envejecido cuerpo, cuan caídas estaban mis carnes, cuanto sobraba allí donde no hacía falta y cuanto faltaba allí donde sí era necesario; y tampoco podré olvidar que tú, amparado por la neblina que formaba el vapor al atravesar el frío ambiente, te regodeases, una y otra vez, haciéndome ver y agrandando cada uno de mis defectos.
Jamás oí tu nombre, que siempre mantuviste en el más anónimo secreto. Nunca te pude estrechar la mano, ni pude compartir el calor de tu cuerpo: sólo sentía, una y otra vez, esa mirada tuya penetrante y fría. Tú, que ninguna vez rehuiste mis ojos, que aguantaste sin parpadear mis miradas de odio, que oíste mis gritos al aire, mis cánticos desafinados y hasta mis lloros, sin embargo, en tu innata frialdad, en ningún momento fuiste capaz de contestarme con unas palabras de alivio en los momentos de tristeza, ni de felicitarme en los días especiales de mi vida —que también los hubo—. Por eso te he odiado siempre. Por eso, y a pesar de que nunca me pude apartar de ti, jamás te quise. Por eso, hoy, cuando ya mi imagen no me importa, cuando mi vida ya no tiene ningún sentido, cuando mi último deseo no está ya en este mundo, no he querido dejarte ahí, sobre la pared, reflejando la nada, y con las escasas fuerzas que me quedan te he golpeado una y otra vez, hasta ver tu cuerpo, frío y cristalino, roto a mis pies en mil pedazos; y mis manos, ensangrentadas y abiertas por tu duro e insensible cuerpo, sienten, al fin, el calor que desde el otro lado ha dejado escapar tu vacío.
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