domingo, 20 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad




- TAMBIÉN EXISTEN OTRAS NAVIDADES -



® Título: Continuidad de un Belén roto

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



(Primer Premio en el I Certamen de Cuentos de Navidad – Primaduroverales “Casa del Reloj” Madrid)


La monótona música de los villancicos traspasa, como cada año, los cristales de la ventana. La misma historia vuelve al lugar de siempre. En el salón, un gastado Belén ocupa la repisa de la chimenea. En el Belén el Niño debe de tener la mejilla rota, y la tiene; la Madre debe de estar con los ojos borrados, y así está; el Padre debe agarrar con dureza la empuñadura del bastón, y lo hace.
Sentado en un raído sillón, frente a la chimenea, un hombre contempla inquieto la escena navideña, al tiempo que sujeta con fuerza una culata fría. Sobre una hamaca, una mujer balancea su cuerpo con ritmo cansino mientras mira en silencio, con ojos apagados y quietos, una fotografía amarillenta que mantiene entre las manos. La estancia huele a aguardiente añejo.
Las sucias bolas de cristal que pretender adornar el nacimiento ya no reflejan la luz que apenas cubre las paredes de la habitación. Apartado en un rincón, un niño lee un cuento de navidad escrito en un diario un día 25 de otro mes de diciembre. Un “booom” salido de entre las palabras que está leyendo se adelanta al potente “booom” que llega a sus oídos. Con miedo, y sin levantar la vista, al mismo tiempo que toca su cara dolorida, el niño prosigue con la lectura para saber cómo termina la historia de aquel otro 25 de diciembre que se cuenta en el diario, y las letras le van descubriendo que el hombre que aparece en el relato tiene que quedar con el brazo caído, inerte, y sus dedos rozando las baldosas manchadas de rojo, y así queda; y la mujer que le acompaña, después de llorar con amargura hasta secar sus ojos, tiene que permanecer eternamente mirando una fotografía que coge con sus temblorosas manos, y así permanece; y un niño, que se acurruca temeroso en una oscura esquina, tiene que leer un cuento triste de navidad, mientras se acaricia su rostro herido, y así lo hace.
El niño termina de leer el relato escrito en el diario, y vuelve a esconderlo bajo las baldosas rotas del salón, para que al año siguiente, cuando los villancicos retumben de nuevo a través de los cristales y el Belén roto vuelva a estar sobre la repisa de la chimenea, otro niño lo encuentre, mientras se oculta con miedo en un rincón oscuro con su mejilla dolorida.

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viernes, 11 de diciembre de 2009

Serpiente versus Ciudad




® Serpiente Vs. Ciudad

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Mención especial en el II Certamen Internacional de Cuento ‘Jorge Luis Borges’ – de SESAM - ARGENTINA)


Recuerdo esos otros tiempos cuando podía sentir las luces de la noche girando a mi alrededor, cuando mis pasos caminaban libres por las calles, cuando miraba al cielo soleado desde el parque que se abre al final de la avenida; pero ya no, ya sólo puedo ver la ciudad a través de la estrecha ventana de mi apartamento, en el piso 13, donde vivo solo y encerrado; ya sólo puedo mirar desde lo alto los cientos de luces parpadeantes que salpican la negra capa de asfalto durante la noche, y observar las pequeñas siluetas que se mueven bajo el cielo gris que las cubre, sin poder hablar con ellas.
La puerta está candada con siete llaves, por el temor que tengo a que ella la traspase. Tal vez, todos piensen que es locura mi encierro, pero yo sé que está ahí abajo, enroscada sobre si misma, con su cuerpo frío cubierto de escamas falazmente suaves, sus ojos eternamente abiertos y vigilantes, y su lengua traicionera escondida entre las mortales mandíbulas de su boca. Está esperando para engullirme: escondida, unas veces, en el foso del ascensor; otras, camaleónicamente enrollada en las pilastras de la barandilla de la escalera; y la mayoría de las veces, apostada bajo la alcantarilla que hay enfrente de la casa, desde donde vigila todos mis movimientos.
Es parte de su venganza contra la ciudad, esa ciudad que en su loca carrera por agrandar sus dominios la expulsó de su refugio, y yo soy el objetivo elegido para esa venganza, aunque nadie lo quiera entender y me consideren loco. Pero lo que ellos no saben, es que cuando yo muera ella buscará nuevas víctimas para completar su lucha, hasta que la ciudad deje de devorar su entorno.

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sábado, 28 de noviembre de 2009

Otoño en Castilla



® Otoño en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


Gris en el cielo y ocre en el horizonte. El aire fresco y la luz cortada por una neblina suave. Los pájaros callados ya a esa hora. Las calles más vacías que llenas, más silenciosas que bulliciosas. Tristeza entre las esquinas. Gentes calladas. Llovizna que cala el cuerpo y a veces el alma. Son las cinco de una tarde de otoño entre las calles de un pueblo de Castilla, donde ya nadie mira al reloj parado de la iglesia.

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jueves, 26 de noviembre de 2009

La lectura como termómetro, catalizador y potenciador de la cultura

La lectura como termómetro, catalizador y potenciador de la
cultura



Antonio Blázquez Madrid

Somos un país, España, en el que la evolución económica ha tenido un importantísimo crecimiento, pero, por desgracia, no ha sucedido lo mismo en la parte cultural, que sigue siendo raquítica, manteniendo unos bajísimos y preocupantes niveles.
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que industrial y económicamente estamos situados entre los primeros diez o doce países del mundo, pero si se nos midiera por nuestro nivel cultural nuestra posición en el ranking caería muy por debajo de muchos otros países con menos recursos económicos.
La cultura no ha tenido nunca entre nuestros políticos y dirigentes ningún interés y mucho menos preferencia, y lo que es peor, tampoco ha sido ni es una preocupación para la mayoría de los ciudadanos, que valoran más el nivel económico alcanzado por cualquiera de sus vecinos que el grado cultural que posean.
¿Y por qué este degradante y bajo nivel cultural si hoy en día todos, desde muy pequeños, tienen un colegio a donde ir, y además es obligatorio pasar un importante número de años asistiendo a clases de unas y otras materias? Algunos dirán que el problema es el nefasto sistema educativo que nos imponen, otros que el bajo aprovechamiento de los alumnos, pero yo tengo mi propia teoría: el gran problema existente es la palabra. Sí, la palabra. Da pena oír hablar a mucha gente que incluso tiene en su currículum algún título universitario. ¿Y por qué la palabra?, se preguntaran algunos, pues porque la palabra es el gran potenciador de la cultura. ¿Y dónde podemos encontrar las palabras?, en los libros. ¿Y cómo se extraen las palabras impresas en los libros? Leyendo, leyendo, leyendo. He aquí el principal motivo del escaso nivel cultural que nos rodea: ¡no se lee! Es un país donde casi nadie lee.
Aunque las encuestas y las estadísticas nos vienen a decir que hay un 40% de ciudadanos que leen, yo me niego a aceptarlo, pues cuando hago mi propia estadística en mi propio entorno (que no es de bajo nivel económico ni social), me doy cuenta que realmente en ese porcentaje se incluyen a todos aquellos que han tenido un libro en sus manos alguna vez, pero que de verdad no leen ni nunca han leído, y lo que es peor, no tienen intención de hacerlo. La desalentadora conclusión a la que llego es que el porcentaje de los que le dedican algún tiempo real de su vida a la lectura es como mucho de un 20%, eso siendo generoso. Y la lectura es el catalizador de la cultura; es más, yo diría que es un catalizador esencial de la cultura, y al igual que sin un catalizador no es posible ninguna reacción química, asimismo sin la lectura es difícil que haya un nivel cultural mínimamente aceptable.
Si queremos saber dónde está situado culturalmente un pueblo, solamente tenemos que conocer el número real de los ciudadanos que leen, un exacto termómetro que nos dará la medida exacta de su nivel. (En este punto, quiero que quede constancia de la excepción que, por justicia social, hay que aplicar en esta regla a esos pueblos y gentes que tienen una vasta cultura tradicional basada en la oralidad, y que no han podido plasmasla en los libros por falta de medios económicos o materiales. Esas culturas, heredadas palabra a palabra, son dignas de sana envidia, y en modo alguno están por debajo de la nuestra).
En este país se sigue prefiriendo oír a televisivos variopintos antes que tomar entre las manos un libro, y muchas veces algunos lo cogen sólo para leer y recordar el título, por si les preguntan si han leído alguna vez algo en su vida.
Si queremos que nuestro nivel cultural esté en el lugar que debería por nuestro desarrollo económico, habría que conseguir que nadie acabara un año sin leer al menos un libro, pero yo, he de reconocerlo, que me doy por vencido de antemano.

Antonio Blázquez Madrid-Noviembre/2009

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jueves, 29 de octubre de 2009

Los Otros Pasos

® LOS OTROS PASOS

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Micro-relato finalista y publicado en la III Antología de Vivencias – 2009 por Ediciones Orola)


Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos, y la sensación de que alguien me sigue me intranquiliza.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Los mismos pasos contados de uno en uno, y la misma extraña sensación me invada una y otra vez.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Me paro a escuchar, como hago siempre, y aunque nada oigo presiento que otros pasos están detrás de mí.
Lo tengo bien medido: el pasillo de la casa mide cinco pasos de ida y otros cinco, iguales, para volver al punto de inicio. Es un camino que comencé a recorrerlo a las cinco en punto de una noche llorosa y ya lejana, y que no he dejado de andar y desandar desde entonces, sintiendo que me persiguen, aunque habite sola en la casa.


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domingo, 25 de octubre de 2009

Juego Perverso

® Juego Perverso

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Relato finalista en el I Concurso de Relatos de Terror, y publicado por la Editorial Círculo Rojo en la Antología de Relatos de Terror-2009. Título: ‘Déjame Salir’)



— ¿Mami, jugamos a presos y policías?
— ¿Niña, desde cuando te gusta jugar a eso?
— Lo he aprendido, mami, me lo han enseñado en el parque.
— ¿Y cómo se juega?
— Mira, yo te ataré a la cama con los lazos de mis coletas, y tú serás la mala y yo seré quien llame al policía bueno para que te lleve con él.
— Pues si a ti te apetece juguemos, cielo.

La tarde ya había terminado sus horas y las sombras comenzaban a cubrir las pareces blancas del dormitorio. La niña fue quitándose las cintas que recogían su pelo,
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'DÉJAME SALIR' Antología de Relatos de Terror


Ya está a la venta, en su edición limitada, el libro con los 23 relatos finalistas del certamen de terror organizado por la Editorial Círculo Rojo. No te quedes sin él.
«La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido». Así define uno de los magos del terror, H.P. Lovecraft, al miedo. Un miedo que vive en el folklore popular de todas las culturas, y en el subconsciente más profundo de cada persona. Desde el romanticismo de finales del s. XVIII y principios del XIX, el cuento de terror ha estado presente, y de forma muy aplaudida, en el panorama literario.
Los relatos de Edgar Allan Poe o del mencionado Howard Phillips Lovecraft han desvelado las noches más oscuras de millones de lectores a lo largo de los años,
y aún lo siguen haciendo, ahora con la ayuda de genios como Clive Barker, Anne Rice o Stephen King, que han dotado al género de las novedades propias de nuestro mundo actual, pero sin dejar de mirar a esos pioneros que nos sobrecogieron, hurgando en nuestros miedos interiores, en nuestras pesadillas, y en nuestra mente.
“Déjame salir” pretende ser un homenaje al terror, a esos cuentos que no podíamos dejar de leer, pero con la luz encendida; a esos fanzines ochenteros de horror; a esas películas que veías medio tapado con las sábanas, a la espera de un susto que llegaba cuando menos lo esperabas.
23 relatos que no te dejarán escapar. Déjate atrapar por los cuentos finalistas del I Certamen de Relatos de Terror de la Editorial Círculo Rojo. Te sorprenderás. Con Prólogo de Teo Rodríguez (Diarios del Miedo).


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jueves, 23 de julio de 2009

I Concurso de Relatos de Terror Circulo Rojo

COMUNICADO: La editorial Círculo Rojo se muestra sumamente agradecida por la gran acogida que ha tenido su certamen de relatos de terror y el concurso fotográfico para elegir la que será la portada del libro “Déjame salir”. Mostramos los resultados del concurso:
RELATOS FINALISTAS: Estos son los 23 relatos finalistas que formarán parte de la antología que con el título: "Dejame salir" se publicará en septiembre 2009.

- Juego perverso AUTOR Antonio Blázquez Madrid (Madrid).
- La bruja Lusa AUTOR Darío Vilas Cosuelo (Vigo, Pontevedra).
- Bienvenida, hermana AUTORA Laura López Alfranca (Madrid).
- La huella AUTORA Ángela Medina Parra (Madrid).
- La ilusión de Baltasar Menéndez AUTOR Santiago Girón Fernández (El Ejido, Almería).
- Cachorros AUTOR Iván Mourin Rodríguez (Calafell, Tarragona).
- Amarillo fosforito AUTORA Aránzazu Sanz Seligrat (Madrid).
- La taberna oscura AUTOR José Ángel Muriel González (Sevilla).
- Mediterráneo indirecto AUTOR Antonio Guerrero Ruíz (El Ejido, Almería).
- La ciudad AUTORA Catalina Isis Millán Scheiding (Valencia).
- Der Geist des Krieges (El espíritu de la guerra)AUTOR José Nicolás González Criado (El Ejido, Almería).
- Dolor, reflejo AUTOR Julián Muñoz Carrasco (Galdácano, Vizcaya).
- Gnomos, pimientos y cebolla AUTORA Ana Cordón Trujillo (Madrid).
- El día de los muertos AUTOR Francisco Escaño Sánchez (Olivella, Barcelona).
- Luna nueva (homenaje) AUTORA Yolanda Galve Campos (Castellón de la Plana).
- La cosecha del padre Damián AUTOR José Manuel Frías (Málaga).
- Pesadilla AUTOR Jesús Muñoz Fernández (Almería).
- La cinta métrica que perdió diez metros AUTOR Juan F. Jordán Montés (Murcia).
- La huida AUTOR Matías Ramón González Díaz (Sevilla).
- El descampado AUTOR David Yagüe Cayero (Madrid).
- Habla el comandante AUTOR Salvador Perán Mesa (Churriana, Málaga).
- No como los demás AUTORA Vanessa Hernáez Amez (Gijón, Asturias).
- Maniquíes AUTOR Gustavo Prieto García (Madrid).


La editorial Círculo Rojo agradece también su colaboración a los miembros del jurado

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sábado, 6 de junio de 2009

El Niño de los Ojos Rasgados

® El niño de los ojos rasgados

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Primer Premio en el II Certamen Literario “Membrilla, la del Galán de Lope”)



Tenía dieciocho años, dieciocho años de caricias maternas y rechazos ajenos, dieciocho años con la sonrisa puesta en los labios, dieciocho años sin mostrar un mal gesto en la cara; aunque alguna pena por culpa de los desplantes y desprecios sufridos se había ido quedando atrapada en el interior de su alma blanca.
Dieciocho años habían pasado desde el día de su nacimiento, que quedó marcado en el calendario por la sombra de una tristeza que él no pudo comprender hasta pasados muchos años.
Aquel lejano día se empañó de dolor después de las 12,30 h. de la mañana, la hora en la que nació. El sol había despertado sobre un cielo claro, sin nubes que amenazaran romper la luminosidad de la mañana. Los dolores anteriores al parto se mezclaban con las sonrisas de una mujer feliz que compartía su alegría por el primer y deseado hijo con un marido nervioso. Poco después, el llanto tierno de un niño llenó la habitación del parto, y los gritos de dolor dejaron paso a risas compartidas.
Pero el destino comenzó a dejar ver el escondido y negro camino que tenía preparado para el recién nacido, y pronto la incertidumbre se apoderó de los rostros de los nuevos y felices padres cuando el médico les habló del Síndrome de Dawn. Y surgieron las preguntas de siempre: ¿Está seguro, doctor? ¿Por qué …? ¿Es muy grave…? ¡¿Dios mío, que hemos hecho mal para que nos toque a nosotros…?!
La celebración truncada al momento; unas lágrimas disimuladas apareciendo en los ojos; preguntas sin respuestas que surgían y revoloteaban en el aire; el temor a lo desconocido retorciéndose en el interior y arañando las entrañas. Momentos extremos, inesperados, difíciles, y el padre que no soporta la tensión y decide ir a tomar el aire para pensar en solitario. Ella, la madre, que se queda sola con su bebe de ojos rasgados en brazos, esperando que él vuelva. Pero el padre, tal vez para alejar los miedos, se subió al coche y se alejó velozmente con la vana esperanza de que a la vuelta los temores sólo
hubiesen sido un mal sueño. Más el destino había dispuesto que aquel día fuera un día negro, y al coger una curva, el agua que había comenzado a caer con fuerza llevó el coche hasta un barranco que se abría al lado de la carretera, y en ese fatídico instante, el niño que acabada de nacer quedó huérfano junto a su madre.
Y de nuevo fue un médico el que comunicó que nada se había podido hacer, y que tendría que aprender a vivir sola con su bebé, el bebé de los ojos rasgados. Ella dejó verter todas las lágrimas juntas, y después miró a su hijo, y acogiéndolo entre sus brazos alejó para siempre su llanto viudo y solitario.
Fue ese el día en que nació, hacía ahora dieciocho años.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y empezaron los primeros juegos sobre el suelo del parque con otros vecinos. Y el niño comenzó a sufrir el desplante de algunos padres que apartaban de su lado a sus hijos, como si los ojos rasgados contagiaran la enfermedad. Entonces aún no entendía, solamente se agarraba a la falda de su madre con una sonrisa en la boca, sin comprender por qué no querían jugar con él y con el coche de bomberos que tenía entre las manos.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y una tarde bajó hasta el campo verde que había frente a la casa, donde los chicos del barrio se disputaban un balón blanco y rojo para llevarlo hasta la portería contraria. Entró en el césped, y al igual que ellos corrió detrás de la pelota intentando meterla dentro de la portería, pero el balón se detuvo entre las manos de otro niño, y oyó que le decían que no tenía equipo y que no podía estar en el campo, que estorbaba. Y él corrió hasta donde estaba su madre y le preguntó cuándo él tendría su equipo para jugar en el césped. La madre le acarició el cabello y le sonrió, y le dijo que no se preocupara, que le iba a comprar la pelota más bonita e iban a jugar los dos en el campo verde cuando los demás niños lo dejasen vacío; y él cogió y apretó la mano cálida de su madre.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y llegó una mañana de un mes de mayo, y esa mañana sus ojos rasgados se llenaron de ilusión cuando se miró al espejo y se vio con su traje blanco engalanado con cordones dorados que iban desde el hombro a la pechera, y con unos zapatos de charol blanco que brillaban; y observó de reojo a su madre que estaba feliz y orgullosa de verlo tan guapo.
En la iglesia estaban otros niños también vestidos de blanco. El cura rezó y ofició la ceremonia que habían ensayado tantas veces. Él, recitó despacio la oración que tan bien se había aprendido, y esperó su turno para tomar la primera comunión detrás de los otros. Al acabar la celebración se unió al grupo para que les hicieran la foto en el Altar Mayor y, entonces, notó que lo dejaban apartado en una de las esquinas, y miró a su madre. Ella le hizo señas para que no hiciera caso, y le dijo, desde la lejanía, que tenía el traje más bonito, y que iban a ir después al parque de atracciones para que pudiera montar donde quisiera; y él, feliz, sonrió, y cuando se apagaron los flashes de las cámaras se abrazaron y se fueron los dos juntos a celebrarlo.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Y un atardecer de un domingo cualquiera se acercó a unas chicas que ya andaban coqueteando por la calle, y las saludó y las llamó por su nombre porque le parecían guapas, muy guapas; pero ellas, disimulando, volvieron las miradas para otro lado como si no lo vieran, y se fueron acercando a otros chicos. Intentó hablar con ellas, mas sólo obtuvo alguna amable disculpa. Cuando se vio solo volvió al lado de su madre, y ella le dijo que no se preocupara, que algún día llegaría la chica que de verdad lo quisiera, y que mientras tanto ella sería su novia y que pasearían agarraditos como los novios. Y él cogió de la cintura a su madre, ahora también su novia, como lo había visto hacer en la tele, y se fueron andando por la calle.
Pero el destino seguía manteniendo vivo el negro y duro camino que le había predestinado, y una noche de otoño, que había comenzado llena de brillantes estrellas, se volvió nublada, y de nuevo en otra curva un coche ajeno arrastró el cuerpo de esa mujer que dejó de tener marido el día que nació su querido hijo. Otra vez fue un médico el mensajero de las malas noticias. Esa noche, el niño de los ojos rasgados supo que su madre no volvería nunca a mover las piernas, y que no podría ir sola a la compra, y que ya no pasearía con él por el parque agarrados por la cintura. Pero sólo preguntó si viviría muchos años y si la podría ver sonreír. El médico le revolvió el pelo y le dijo que sí, que seguirían sonriendo juntos y que podrían abrazarse todos los días.
Cada día, en la blanca habitación del hospital, fue aprendiendo a limpiar el sudor de aquella cara que antes le despertaba cada mañana con una sonrisa en los labios, y comenzó a pasar una y otra vez el peine entre el suave pelo que adornaba aquel rostro que tanto quería, hasta conseguir que estuviera tan guapa como cuando ella se peinaba sola delante del espejo. Y pronto supo colocar la pequeña mesa de patas plegables sobre la cama con la comida y el agua. Y ahora era su madre la que le sonreía, y él la cogía de la mano para que no se preocupase.
A los tres meses volvieron a casa.
Cada mañana, el desayuno aparecía sobre las blancas sábanas en la pequeña mesa. >. Y ella le sentaba a su lado mientras tomaba el café caliente endulzado en la medida exacta. Después, con las pequeñas manos la limpiaba con agua jabonosa la cara y pasaba el peine una y otra vez entre el largo y sedoso pelo.
— Mamá, ya es hora de levantarse, no me seas perezosa.
Y ayudada por aquellos brazos aún de niño abandonaba la cama hasta la silla de ruedas.
Así un día y otro, antes de ir al colegio.
Pronto aprendió a ser “casi un experto cocinero”, o al menos así se sentía cuando veía comer a su madre la tortilla que había hecho o las judías que había cocinado siguiendo las instrucciones que ella le iba dando: <<…ahora añade una pizca de sal y déjalo cocer veinte minutos… y no te olvides de…>>. Y según fueron pasando los meses él se atrevía a modificar las recetas que le dictaba su madre, y sonreía cuando ella ponía cara de que le gustaba.
Por las tardes el paseo por el parque: él empujando la silla de ruedas, al tiempo que pasaba su brazo por encima del hombro de su madre.
— Es que ahora los novios se agarran así —le susurraba al oído
Ella reía al escucharle y le acariciaba la mano con placer.
Y los sábados por la mañana al mercado a hacer la compra para la semana.
— Un kilo de filetes y tres cuartos de magro, señor Manuel.
— Aquí tienes. ¿Qué tal está tu madre?
— Bien, gracias.
— Hasta el sábado que viene.
— Hasta luego, señor Manuel.
— Hola señora María, tres truchas medianas y medio kilo de boquerones.
— Aquí lo tienes todo, son 5,30.
— Buenos días, Francisco, dame un kilo de naranjas, medio de manzanas y medio de kiwis, ah…, y además ponme cuatro o cinco tomates.
— ¿Algo más…?
— No, hoy con eso me vale.
— Saluda a tu madre.
— Cuando llegue a casa lo haré, Francisco, lo haré. Adiós.
Y fueron llegando nuevos días, y los meses y los años fueron pasando.
Dos años habían pasado desde el nefasto accidente de su madre y ya no le interesaba el balón que no tenía, ni las chicas que miraban para otro lado cuando pasaba. Era feliz porque su madre le seguía sonriendo, y porque la ayudaba por las mañanas a peinarse, y porque la podía llevar todas las tardes de paseo.
Y llegó el día de su dieciocho cumpleaños, y su madre le regaló el último modelo de consola. Y él se fue al centro social donde se juntaban los otros chicos y chicas de su edad para enseñársela y jugar con ellos. Y aquella tarde se sintió un poco más feliz cuando las chicas y los chicos que estaban en el centro se decidieron a jugar con él y su consola.
Llamó a su madre para decirle que estaba jugando con todos los chicos, y ella le dijo que no tenía ganas de salir a dar el paseo aquella tarde, que se quedase jugando, y que cuando regresase le estaría esperando con una cena especial que estaba preparando para celebrar el día de su cumpleaños, y rió al otro lado del teléfono para que él se quedase tranquilo.
Mientras estaban jugando se oyeron los primeros gritos, después una sirena estridente precedió a la humareda que se adentraba por la puerta entreabierta, y una niebla espesa con olor a humo inundó toda la estancia. Oyó gritos de pánico a su alrededor. Pronto todo se volvió oscuro. Corrió hasta los lavabos próximos y cogió una toalla húmeda con la que se cubrió la boca. El color de las llamas comenzó a aparecer entre la humareda. Vio como algunos chicos caían al suelo desmayados. Quiso llamar a gritos a su madre, pero supo al momento que ella no podría socorrerle en su silla de ruedas. Entonces se dio cuenta que era el más fuerte, que la toalla enrollada en su cara le permitía aguantar más que a los otros y, sin pensarlo, agarró con fuerza a la chica que estaba tendida junto a él y arrastrándola la llevó hasta la calle.
En el exterior del edificio se había arremolinado mucha gente mirando y paralizada al ver las grandes llamas. Quiso gritarles para que le ayudaran, pero en ese instante sólo pensó en los que aún estaban dentro y corrió al interior. Atravesó el humo tosiendo y aguantando el calor de las llamas. Cogió de las piernas al primer chico que encontró en el suelo y lo sacó con prisas fuera. Entre el aire caldeado volvió a mirar a la gente sin comprender por qué permanecían inmóviles. No lo quiso pensar más, y de nuevo se introdujo en el edificio en llamas para rescatar a otros chicos y alejarlos del mortal incendio. Más de seis chicas y chicos había conseguido salvar de aquel infierno, pero creyó que aún era posible sacar a algún otro de los que habían estado jugando con él y su consola, y otra vez se introdujo entre el humo. Mas las llamas decidieron tapar la última puerta por la que él había entrado, y nadie más volvió a salir de aquel lugar.
Una vez más fue un médico el que llamó para dar la trágica noticia y, con el más profundo y agudo dolor de su corazón, la madre del niño de los ojos rasgados tuvo que tirar la cena especial que con tanto mimo había preparado, pues él ya nunca llegaría para saborearla y reír juntos. Y solamente tuvo el consuelo de que, al día siguiente, todos los periódicos y telediarios dieron la noticia del heroico comportamiento de aquel niño con el Síndrome de Dawm, su querido hijo, y pensó cuánto hubiera disfrutado él viéndose en la tele y en los diarios, siendo al fin un héroe.


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viernes, 17 de abril de 2009

II Certamen Literario "Membrilla, la del Galán de Lope"

FALLADOS LOS PREMIOS DE LOS II CERTÁMENES LITERARIOS Y DE INVESTIGACIÓN “MEMBRILLA, LA DEL GALÁN DE LOPE”
COMUNICADO: Han concurrido 154 trabajos.
Realizada la lectura de las obras presentadas, El Jurado se reunió el 4 de abril para decidir los premios a otorgar destacando el gran nivel de los trabajos presentados.
En la modalidad de Relato Corto, el premio está dotado con …. €, placa y publicación, y ha sido concedido al relato titulado “El niño de los ojos rasgados”.
Abierta la plica, el autor del relato ganador es Antonio Blázquez Madrid, de Salamanca, ganador de varios premios y participante en libros colectivos de cuentos.
El jurado ha destacado la ternura con que aborda el trabajo en el que describe las vivencias de un niño con Síndrome de Dawn.
En la modalidad de Poesía, el premio está dotado con ….. €, placa y
publicación. El texto ganador ha sido el titulado “Cuando el tiempo se
esconde en los armarios” presentado bajo el lema Cronos.
Abierta la plica, la ganadora es Teresa Núñez González. Teresa Núñez nace en Madrid, en 1941. Ha realizado numerosos talleres literarios dirigidos por autores de la talla de J. Mª. Merino, R. Alberti o L. Rosales. Publica por primera vez a los catorce años en la revista poética Arquero y a los diecisiete, su primer relato en el semanario Blanco y Negro. Trabaja como guionista de radio en la emisora escuela de Radio Mérida (Badajoz).Durante más de veinte años se
dedica a la novela de bolsillo, editando con Editorial Bruguera y Editorial Rollán más de doscientos títulos del género Oeste y sentimental bajo los seudónimos de Paul Lattimer y Vicky Doran respectivamente. Colabora como crítica de poesía en el Taller Fuentetaja de Madrid y como columnista en el Diario MetroDirecto, apareciendo sus columnas durante cuatro años en Madrid, Valencia,
Barcelona, y Sevilla.
Es miembro de la Asociación Colegial de Escritores y Artistas Españoles y de la Sociedad General de Autores de España y en la actualidad ejerce como funcionaria de carrera en el Ayuntamiento de Madrid. Ha conseguido numerosos premios literarios por toda la geografía nacional.
El poema por el que se ha decidido el jurado contiene tres sonetos dedicados a un viejo reloj, unos viejos zapatos y una blusa. La autora utiliza una forma de métrica clásica y un lenguaje elevado manejado con habilidad que produce un contraste gracioso.
El I Premio de Investigación histórica, social, cultural, costumbrista o popular relacionada con Membrilla, dotado también con …. €, placa y publicación, ha recaído en el estudio “Costumbres, fiestas, diversiones y excesos en Membrilla durante el siglo XVIII”.
Abierta la plica el ganador es Pedro Almarcha Jiménez. De Membrilla, autor de numerosas investigaciones y publicaciones sobre la historia de Membrilla y ganador también de la primera edición. El jurado ha valorado el rigor con que está construido el estudio, la esmerada documentación archivística y la labor documental tratando el tema desde una perspectiva general reflejando aspectos de la vida cotidiana que lo hace muy interesante.
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domingo, 8 de marzo de 2009

La Modelo


® La Modelo

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Primer premio en el III Certamen de Relatos Asociación Cultural Cerda y Rico - "Villa de Cabra del Santo Cristo - Jaen")


Desde la esquina contraria yo los observaba: ella estaba en el centro; su cuerpo, casi desnudo, se mostraba en todo sus esplendor. Ellos la miraban intentando que los sentimientos no se reflejasen en sus ojos; los tres mantenían oculto detrás de sus rostros inalterables un secreto. Es posible que cada uno de ellos sospechase algo del de los otros, pero al mismo tiempo creían estar seguros de que el suyo no era conocido.
Los había citado allí con la disculpa de hacerles una fotografía que inmortalizara nuestra amistad, aunque el verdadero interés que me movió a convocar la reunión era otro.
Para que el plan urdido surtiera efecto era imprescindible que ella también estuviera. Ella, la modelo, por derecho propio tenía que ser el centro y el motivo principal de la reunión; y no sólo para la fotografía sino para la propia terminación de la historia.

Compartía con JM Mezquita, Rodríguez Acosta, y Arturo Cerdá una ya larga amistad, y, por diversas casualidades, había averiguado algunos hechos personales e íntimos de mis compañeros y amigos que ellos desconocían en la parte que les era ajena.

Desde hacía ya más de tres años sabía de la relación que JM Mezquita mantenía con la modelo. Lo descubrí una noche, o mejor dicho, me lo contó él una noche de verano, aunque dudo que se acuerde de ello. Estábamos en la casa que posee al lado del mar, y mientras mirábamos las estrellas después de haber acabado con una botella de Ron Cubano entre los dos en un mano a mano no habitual, y, tal vez, llevado por el embrujo del alcohol, ya de madrugada, me confesó su secreto: ella lo había enamorado allí, en el mismo porche donde estábamos sentados. No me contó desde cuando llevaban siendo amantes, aunque pude intuir que no debía ser mucho el tiempo de su historia amorosa por la pasión que se veía que aún le despertaba su solo recuerdo.La casualidad o la fortuna, él no sabía a cual de las dos diosas debía su suerte, habían hecho que un amigo común se la presentara un día de primavera. Ella le confesó su admiración por su pintura, y eso fue suficiente para que él le hiciera una cortés invitación a visitar el pequeño estudio que tenía en la casa veraniega. Días más tarde ella se convirtió en su modelo y él en su amante. Entre los efluvios del alcohol me dijo que fue tanta y tan instantánea la atracción que sintió, que nada más verla la imaginó pintada sobre un lienzo. Mientras contemplábamos la botella de ron vacía y nos pensábamos si comenzar otra o dejarlo para el día siguiente, me reveló, casi con la misma inocencia con la que habla un niño a su madre, cómo llegó a amarla hasta extremos que él nunca hubiera imaginado, y cómo la amaba todavía.

De la historia de Acosta me enteré por puro azar tiempo después. Había pasado ya un nuevo otoño y un nuevo invierno cuando me llegó una invitación para asistir a la exposición pictórica de mi buen amigo Mezquita. Yo, por aquel entonces, no había tenido la oportunidad de conocer a Rodríguez Acosta, ni siquiera habíamos coincidido en ningún acto social, religioso, o político, o si llegamos a coincidir nunca fuimos presentados ni llegamos a saludarnos por razones de cortesía, al menos que yo recordara. Nada de él me era conocido, ni tan siquiera su muy renombrada y reputada profesión de pintor, y me atrevería a asegurar que, de igual modo, él tampoco sabía nada de mí ni de mi existencia, ya fuera personal o profesional. Por eso me llegó a parecer insólita la coincidencia en el tiempo y lugar por la que llegué a enterarme de sus andanzas amorosas, también, con la modelo.
Dentro de la galería de arte el destino hizo que nos detuviéramos delante del mismo cuadro: una espléndida obra que reflejaba el cuerpo de una mujer visto de espaldas. Entre las pinceladas se podía entrever la fuerza que al pintor le inspiraba aquel cuerpo desnudo: la piel se apreciaba tan suave que llevaba a desear tocar el lienzo con la esperanza de sentirla; y una sensualidad lasciva se desprendía de sus glúteos carnosos tan perfectamente dibujados que a pesar del arte que contenían llevaban a elevar el apetito sexual de quien los contemplase. A mí no me resultó extraña tanta sensualidad unida a la perfección salida del pincel, pues al momento vi en ello la intensa relación amorosa que el pintor mantenía con la modelo, y que, sin duda, le llevaba a expresar los sentimientos más elevados entre cada uno de las trazos que componían la obra, y aunque yo no la había visto nunca intuí que la modelo y la amante eran la misma persona.
Pero lo que yo no conocía entonces, era un pequeño tatuaje que la modelo guardaba justo donde acaba el lado derecho de su nalga, casi perdido en su interior más intimo, y que, mirando con detenimiento, se podía apreciar en el cuadro. A cualquier persona que no hubiese visto antes el cuerpo de aquella mujer ese detalle le podía pasar inadvertido, o, incluso, de haberse percatado de su existencia, hubiera podido pensar que la pequeña mancha que allí existía podría ser una pincelada errónea del maestro. Insisto, sólo era una mancha de pequeño tamaño y con forma de media luna que se podía percibir más morena que el resto de la piel que la rodeaba, y fue por esa señal por lo que descubrí la relación entre la modelo y Acosta, pues al insinuar, con un simple comentario dirigido a mi momentáneo acompañante, que a mi entender la mancha era un error del pintor en la ejecución del cuadro, él simplemente dijo: “¡No! ¡Es así, créame! Más que un defecto de la obra ese pequeño detalle demuestra hasta que punto es perfecta”
De manera automática pensé que sólo una persona que conociera a la mujer del cuadro y sus más escondidos pliegues podía saber de tan disimulado tatuaje.
No hizo falta indagar mucho para descubrir el amor de amante oculto que sentía por ella. Mientras íbamos recorriendo y viendo y disfrutando el resto de la exposición, él, como el joven que quiere contar su primer amor, me fue relatando, no ya sus intimidades con ella, lo cual me hubiera llevado a considerarlo persona de poco honor, pero si algunas otras anécdotas que me sirvieron para ser consciente de la historia de amor profundo que aquel desconocido estaba viviendo.
La verdad que me sorprendí cuando fui a felicitar al autor por las fantásticas obras expuestas y vi allí a mi anónimo acompañante hablando amigablemente con Mezquita. Yo desconocía la amistad que les unía a los dos. Me lo presentó, y mientras manteníamos una larga charla, que fue el inicio de mi amistad con Acosta, me di cuenta que la misma mujer los tenía obnubilados y también ciegos, pues ninguno era conocedor del secreto mutuo que compartían, y, claro está, yo no quise ser quien les revelara la verdad.

A Arturo Cerdá lo conocía desde hacia tiempo, pues teníamos profesión y aficiones comunes, y en más de una ocasión nuestro trabajo nos había llevado a compartir exposiciones y secretos profesionales. Pero hasta hacía unos meses, y a pesar de nuestros múltiples y a veces cotidianos encuentros, no sabía de la relación, también amorosa, que mantenía con ella: sí, la misma mujer que tenía embelesado a Mezquita y por la que bebía las aguas el bueno de Acosta
No fue fácil enterarme de los amores de Arturo, no. Si no hubiera sido por una indiscreta nota que encontré en el suelo del café donde habitualmente manteníamos nuestras tertulias, si no hubiera sido porque recogí el papel, cuidadosamente doblado, pensando que podía ser de interés para quien lo hubiera perdido, difícilmente hubiera sabido de la amistad entre Cerdá y la modelo. Lo desdoblé para leerlo — no por indiscreción sino para intentar averiguar a quién podía pertenecer—, y por las primeras palabras que leí supe al instante que era de mi amigo y compañero de profesión, y aquí he de confesar que la curiosidad pudo más que mi reputada discreción, y una vez que comencé a leer no tuve la fuerza necesaria para dejar de averiguar el secreto que se guardaba en aquella nota escrita: ella lo citaba con fecha y hora en “el lugar de siempre”, y la despedida no dejaba lugar a dudas: sólo dos amantes se pueden decir las palabras que allí estaban escritas, y si el lugar era “el de siempre” no cabía duda de que no era algo accidental, ni una mera cita inusual o improvisada.
Descubierto el secreto, y ya que me sentía arrepentido de mi indiscreción, no quise que por mi culpa su amor sufriera un contratiempo, y dejé disimuladamente la nota, doblada tal y como la encontré, al lado de Cerdá, sin que él se percatase de mi acción; eso sí, seguí de reojo sus movimientos para comprobar que la recogía. Y no pasaron muchos segundos cuando al ver el papel sobre la mesa se apresuró a retirarlo con gesto urgente y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, al tiempo que un rubor encendido se reflejaba en su rostro mientras miraba a su alrededor para saber si alguien se había percatado de la presencia del delator papelito que nada insinuaba en su exterior, lo cual me hizo sospechar de la intensidad de su amorío, pues todos sabemos que cuando pensamos que algo íntimo se puede desvelar actuamos con unas urgencias y recelos fuera de lo que la lógica y la razón dicta.
Estos hechos que yo conocía, siempre procuré no revelarlos a nadie, y menos aún a los tres interesados, que a su vez se cuidaban muy mucho de mantenerlos ocultos, sin saber que su amante era una amante compartida, y que el verdadero secreto, sin duda, era el que ella guardaba, y al que yo, sin pretenderlo, había tenido acceso.
Pasado algún tiempo, un buen día Cerdá me pidió que le cubriese un reportaje que le era imposible atender porque tenía que salir de viaje con premura. Yo, que había recibido otros favores de él, no me pude negar y le requerí los datos técnicos para la realización del reportaje fotográfico que, con gran lujo de detalles, me facilitó de inmediato, y, además, me dio la dirección de la joven que me habría de acompañar en el trabajo.
A la mañana siguiente recogí de mi estudio la cámara, el trípode, y las placas fotográficas, y me dirigí a la calle que me había indicado para recoger a la modelo, y así dejar atendido y resuelto con prontitud el trabajo que me había encomendado. Al llegar pude ver que ya me estaba esperando en la puerta. Nunca antes la había visto, pero supe al momento que era la mujer del cuadro pintado por Mezquita. Tenía el pelo moreno recogido graciosamente con un lazo blanco que caía sobre su hombro semidesnudo. Unos grandes pendientes nacarados con forma ovalaba conseguían hacer más hermosas sus menudas orejas. El cuello al descubierto sostenía un largo collar de perlas que bajaban inocentes siguiendo el contorno de los pechos. El cuerpo de proporciones artísticas. La blusa roja que cubría su busto dejaba entrever unas redondeadas y seductoras formas. Si algún mérito tuvo mi querido amigo al hacer el retrato de su desnudo cuerpo fue el de reflejarla tal y como era, pues ninguna perfección más se le podía añadir a aquella belleza morena de cara agitanada y atractiva.
Por el buen gusto que les suponía mis amigos, siempre imaginé que la belleza de la amante-modelo debería ser grande, pero tuve que reconocer que no llegué a imaginar que llegara a tanto. Nunca podré dejar de agradecer a mi compañero del alma el encargo que me había llevado hasta la dirección donde ella estaba esperando. Me detuve un instante antes de acercarme; no quería que la emoción que había sufrido al verla se reflejara en mi rostro y en mi palabra, pues no era el caso de aparentar una balbuceante ansiedad ante su presencia. Una vez que pude sobreponerme a la primera impresión me dirigí a ella, y presentándome la invité a subir al carruaje que llevaba para dirigirnos al lugar donde deberíamos hacer el reportaje encargado.
El trabajo acabó bien y con la calidad esperada, por lo que me sentí satisfecho, y puesto que acabamos antes de que el sol mostrara la hora del almuerzo me permití invitarla a comer. Procuré mostrarme con un cierto distanciamiento, sin llegar a ser descortés, pues no quería generar ninguna confianza que fuera más allá de lo profesional, siempre recordando que aquella mujer, tan bella y atractiva, era la amante de no sólo uno de mis mejores amigos sino, curiosamente, de tres, y todos ellos manteniendo este hecho en el más absoluto secreto, secreto para ellos que no para ella, como era obvio, ni para mí.
Si fascinante era su presencia física, su conversación, interesante y culta, y aderezada con una sonrisa entre misteriosa y pícara, le daba un valor supremo, y ahora podía comprender por qué sus amantes, no dados a devaneos fáciles ni mundanos, la habían elegido como musa y como amante.
Aunque pueda parecer extraño, hasta que no estuvimos sentados en la mesa del restaurante no le pregunté su nombre: “Mercedes”, me contestó. Desde ese momento, por el hecho de conocer cómo se llamaba, me pareció que la relación dejaba de ser meramente profesional y pasaba a ser algo más personal. Siempre había sido para mí algo ajeno, algo de la vida de los otros, pero en ese instante comencé a sentir como si una parte de ella me fuera cercana.
Aquel fue el primer día pero no el último. Pronto entré a formar parte de sus secretos. Desde entonces, y aunque Acosta Cerdá y Mezquita lo desconocían, yo compartía con ellos algo más que nuestra amistad, pero no me atreví a contárselo pues por nada del mundo quería dejar de tenerla como amante, aunque fuera compartida.
Pero si algo he aprendido de esta múltiple relación es que es más satisfactorio el amor cuando se ignora que es compartido que cuando se conoce esa circunstancia, y que el único que sufría con ese tipo de vínculo era yo, pues la felicidad que les daba el desconocimiento a los otros amantes se trasformaba en mi caso en dolorosos celos que no me atrevía a compartir con ella ni con ellos.

Por eso, decidido a terminar con esa situación un tanto perniciosa para mí, me propuse buscar una salida que resolviera el insólito pentágono amoroso, aun a sabiendas que en el intento algún riesgo habría de correr, pues nadie renuncia a nada voluntariamente, y cuando algo se pretende ganar, la apuesta siempre lleva consigo un riesgo cierto de perder lo que se intenta conseguir.
No era fácil llevar a cabo lo que pretendía, pues estaba convencido que ninguno de los cuatro amantes íbamos a ceder en aquello que creíamos nuestro, y además, ¿cómo iban a renunciar ellos si la consideraban suya y sólo suya?; y yo no estaba dispuesto a ponerles la dura realidad al descubierto, ni a ser quien les proporcionase tan duro golpe en su ego amoroso.
En un principio pensé solucionar el incómodo problema con una partida de naipes donde la apuesta fuera ella. Una partida con un solo premio y un único ganador; los demás dejarían libre el camino y abandonarían su relación, no sólo amorosa sino también profesional, con la modelo. Puede parecer indecente e incluso algún adjetivo de peor gusto se me pudiera atribuir, pero de este modo quedaría resuelta una insoportable realidad, que me estaba produciendo un preocupante estado de angustia cuando ella no estaba a mi lado y la imaginaba entregando su cuerpo y sus pasiones a alguno de los otros, y ni siquiera me consolaba el hecho de que fueran mis amigos sino todo lo contrario, y la ansiedad a la que me llevaban los celos era creciente cada día.
Mas establecer unas reglas para jugar no es difícil si los jugadores de la partida conocen el juego y, lo que es más importante, saben cual es la apuesta, pero aquí no era el caso, pues tanto Arturo Cerdá, como Rodríguez Acosta, y JM Mezquita seguían sin conocer la relación existente entre la mujer que amaban y cada uno de nosotros, por lo que se me planteaba el problema añadido de cómo contarles un hecho que no sólo les iba a producir dolor en su espíritu, sino que incluso podía poner en juego mi amistad con ellos por hacerme responsable de su propia ignorancia en el caso.
Es muy posible que se me hubiera ocurrido la partida de cartas pensando egoístamente que ya en otras ocasiones había demostrado una mayor habilidad que ellos en estas artes, pero también es bien sabido que la suerte es parte fundamental de estos juegos, y, tal vez, me había dejado llevar por unas razones ilusorias e irreales sin ni siquiera pensar que no tenía ningún sentido preparar una partida en la que los jugadores desconocían lo que se jugaban sobre el verde tapete, por lo que después de mucho pensarlo deseché la idea. Por lo tanto, sólo había una manera de que la situación se resolviera con cierta dignidad: que ella eligiera a uno de los cuatro.
Fue, entonces, cuando se me ocurrió convocar una reunión en la que no podía faltar ella. Me lo planteé también como un juego, un juego que podría parecer pueril, pero que después de analizarlo llegué a la conclusión de que, a pesar de sus reglas un tanto infantiles, no obstante, podría dar el resultado buscado. Es cierto que ellos, ilustrados y cultos, podrían poner algunas reticencias en un principio, pero si ella estaba presente, y dado que el juego consistiría en halagarla, tenía el convencimiento de que para no desairarla ellos aceptarían participar en el juego aunque les pareciera un tanto absurdo y ridículo, y después, yo iría marcando las reglas hasta llegar al resultado esperado.
¿Cómo sería el juego, cuales las reglas, y cual el objetivo?
El juego era simple: una vez reunidos los cuatro con ella, utilizando como pretexto para la reunión una inocente sesión fotográfica, les incitaría a que cada uno, siguiendo un orden estricto y de antemano establecido, dijera alguna de las virtudes de la modelo. Sin duda todos comenzaríamos contando y ensalzando las muchas que tenía profesionalmente, y esto animaría la reunión y el juego en sí mismo. Según avanzara el tiempo y cuando los elogios profesionales se hubieran acabado, estaba seguro que, sin más remedio, empezaríamos a referirnos a otros aspectos más personales y, cómo no, al fin llegaríamos a los amorosos de forma involuntaria y casi sin darnos cuenta, de ello no me cabía la menor duda. Una vez adentrados en terreno tan resbaladizo sería difícil que no quedasen al descubierto nuestras cuitas amorosas compartidas, y confiaba en la inteligencia y perspicacia de todos para darse cuenta de los secretos tan celosamente guardados que nos habían mantenido unidos sin saberlo, y esperaba de su demostrada caballerosidad que el asunto se tratase, al fin, con total respeto y cortesía. Llegado ese punto yo propondría que para no estropear nuestra amistad fuera ella la que eligiese a uno de los cuatro, con la tal vez inocente esperanza de ser el elegido por ser nuestra relación la más cercana en el tiempo y en consecuencia la que menos desencantos tendría acumulados.

Una vez pensado y planeado los reuní en el estudio con la ensayada excusa de hacer una fotografía que dejara recuerdo histórico de nuestra amistad. Antes de comenzar el juego quise cumplir por honradez profesional y preparé el escenario para que la cámara dejara constancia de aquella reunión que, por razones distintas a la propuesta inicial, iba a ser fundamental en nuestras vidas. JM Mezquita estaba situado al fondo, en el rincón opuesto a donde yo me encontraba, y miraba con ojos de deseo no disimulado desde detrás del biombo. Rodríguez Acosta, pensativo, mantenía su barbilla sobre el cuenco de la mano en un gesto de pensador ilustrado, si bien a mí me pareció más un gesto de sospecha por algo que preveía que iba a suceder aunque no pudiera imaginarlo. Y a Cerdá lo coloqué, para que la fotografía quedara solemne, detrás de una cámara enfocando a la modelo. Ella, en el centro y sentada sobre el diván verde que había en la estancia, mostraba su desnudez veladamente cubierta con una ligera gasa de seda; y sus joyas, esas que con toda probabilidad le habríamos regalado los allí presentes, adornaban su piel suave y los pechos turgentes que tan bien conocíamos. Yo estaba oculto tras la verdadera cámara cargada con la placa fotográfica, y realicé con todo cuidado la instantánea prometida.
Guardé la placa emulsionada, y aprovechando la animada charla que habían iniciado les propuse su participación en el juego que yo había creado para la ocasión, y con brevedad les hice un resumen de las sencillas reglas por las que nos debíamos regir.
Al principio me miraban entre sorprendidos e incrédulos, y por algún comentario suelto y alguna sonrisa irónica que pude ver me pareció intuir que, o bien suponían que les estaba gastando una broma o bien que me había vuelto un poco loco. Arturo Cerdá hizo un comentario sobre la poca seriedad que parecía acompañar la propuesta, y Acosta dejó caer con cierta ironía unas advertencias relativas a que ya hacía tiempo, mucho tiempo, que había olvidado los juegos y acertijos de su infancia. Mezquita simplemente reía. Teniendo en cuenta que todo lo que había preparado con tanto esmero podía quedarse en un infructuoso y fallido intento sin más, y a riesgo de parecer impertinente y hasta infantilmente bobalicón, insistí sobre la gracia que tenía el juego que les proponía, y para romper el incomodo trance en el que nos encontrábamos, sin más preámbulos, comencé yo el juego poniendo de manifiesto en voz alta una de las muchas cualidades que como modelo tenía Mercedes, al tiempo que les retaba a seguir. Tal vez para no quedar a mal con ella, Acosta dejó oír su voz, y lanzó al aire otra de las virtudes que se la podían otorgar, y como si hubieran dado el pistoletazo de salida en una carrera cada uno intentó halagar aún más que el anterior los oídos de la modelo, que nos observaba como a chiquillos en una disputa por llevarle la mochila hasta la puerta de la escuela. Fueron tantos y tan diversos los adjetivos y alabanzas que dedicamos a su profesión, que ella nos miraba sonriendo como si de una niña mimada se tratara. Pero el diccionario no daba para más, y tal y como yo había previsto nos adentramos, poco a poco, en un terreno más personal, y ahí el ingenio se agudizó, pues además de cortés era necesario ser agradable sin caer en la zafiedad.
También fue mucho lo que cada uno dijo sobre sus cualidades como mujer.
Entretanto,ella, haciendo como que no quería oír con el gesto graciable de taparse los oídos con la punta de sus dedos, se dejaba querer.
Ninguna virtud se quedó sin mencionar. Cada uno intentamos superar al anterior y decir la palabra más hermosa y la alabanza y el requiebro más sentido. Era fácil ver que el juego había dejado de ser algo infantil para convertirse en una pelea de gallos dispuestos a cortejar y a luchar por aquella mujer, que no nos dejaba de mirar con una sonrisa pícara e insinuante tumbada en el diván y cubierta sólo con el blanco velo de seda transparente.
Pero, hasta la perfección tiene sus límites, y llegado un momento se acaban los adjetivos que se pueden aplicar a las virtudes y cualidades de una sola mujer por muy bella y perfecta que sea, y en el fragor de la lucha de palabras por conseguir ser quien más alabanzas le dedicara, nos fuimos adentrando, casi sin darnos cuenta, en el terreno amoroso, terreno mucho más resbaladizo pero que venía bien a mis intereses e intenciones primeras, y habiendo llegado a ese punto en el que hay que valorar lo que una amante tiene y da, entonces se pierde el sentido de la realidad y se dejan entrever los sentimientos más ocultos y los placeres más recordados, y así fue cómo nos fuimos descubriendo uno a uno. Aunque fuera sin intención de hacerlo salieron a la luz nuestros sentimientos y deseos más inconfesables, y sin querer hicimos a los demás conocedores de la vida amorosa de cada uno de nosotros.
Lo que en principio había nacido como un juego al final se convirtió en una lucha, educada, eso sí, por ganarse la voluntad de ella, pues ya todos conocíamos, aunque ninguno lo hubiéramos manifestado abiertamente, el secreto, o mejor dicho, los secretos que ella tan bien guardaba. Mercedes, con una cierta sorpresa reflejada en el rostro, pero sin abandonar la eterna sonrisa que acompañaba su cara, nos seguía contemplando desde su cuerpo desnudo mientras permanecía tumbaba y relajada sobre el diván.
No era menester seguir con la pugna amorosa entre los cuatro amantes ahora un tanto despechados, por eso me propuse dar por finalizado el juego. Tal y como había previsto era el momento de pedirle a la modelo, a la mujer, a Mercedes que eligiese a uno de los cuatro.
Aprovechando que ella fue al vestidor planteé esta cuestión sin rodeos, y aunque las dudas surgieron en un primer momento, al fin todos decidimos que era la solución más acertada y aceptable para preservar una amistad que ninguno de nosotros deseaba que se rompiera.
Esperé su vuelta, y sin el menor atisbo de reproche me dirigí a ella, que aguardaba expectante de pie en el centro del estudio vestida ya con un elegante y sensual traje blanco. Le rogué que eligiera a quien más amase, prometiéndole que ninguno de los descartados le reprocharía su decisión, que respetaríamos con todo nuestro corazón y nuestras sufridas almas. Entonces, ella, recogió la gasa de seda tirada en el diván, y colocándosela a modo de fular avanzó hacia la salida sin perder la sonrisa, y antes de salir de la estancia se giro sobre sí y dijo: "Señores, ya no me interesan sus juegos".
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domingo, 1 de febrero de 2009

Espérame un poquito más



® Espérame un poquito más

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Relato finalista en el Certamen Internacional de Relatos Cortos -Café Compás- 2008 - Valladolid)
Mamita, yo sé que vos me esperará siempre, pero dígale a ella que, por favor, no me olvide, y que me espere un poquito más
Así acababa la carta que sujetaba con mis manos, y que momentos antes había retirado de entre los dedos fríos de aquel cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo. A su lado, con el rostro cubierto de lágrimas, sujetándole la cabeza como pretendiendo que no se apoyase sobre el duro suelo, estaba otro joven, de rasgos mestizos, que no dejaba de preguntarme con su mirada húmeda.
— Nada; lo siento — le dije—. Ya nada podemos hacer por él.
Después de escucharme apretó aún más sus manos sobre la cabeza de su amigo, en un vano intento de insuflarle la vida que ya no tenía.
Le pregunté su nombre
— Manuel José —me contestó.
— ¿Erais amigos? —quise saber.
— Hace un año que nos conocimos aquí, en esta misma calle, mientras intentábamos sacar unos pesos, para comer y pagar la pensión, vendiendo algunas cosillas manuales. Desde entonces, todas las tardes de los sábados, nos juntábamos para comerciar con algo de esto o de aquello, y así seguir subsistiendo —me dijo.
— ¿De donde era? —pregunté.
— De Perú, de un pueblecito cercano a la ciudad de Ayacucho — me contestó,
— ¿Ilegal? —dije, casi afirmando.
— Sí, ilegales como nos llaman ustedes; sin papeles porque nunca nos dieron un trabajo fijo. Cuatro años llevaba aquí y en todo ese tiempo nadie le hizo un contrato oficial —él respondió.
Le volví a preguntar por su amigo.
— ¿Tenía familia?
— En Perú: su madre, y también me habló de otros hermanos pequeños. Pero de la que siempre hablaba era de su novia; quería traerla para acá algún día, cuando él tuviera papeles y un trabajo—dijo.
— ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo pasó? —me interesé por el caso.
— Le golpearon sin mediar palabrita. Estaba sentado en ese banco, escribiendo la carta que ahora está en sus manos. No los vio venir, por eso no pudo escapar. Eran más de seis con las cabezas rapadas. Cuando llegó la policía ya había perdido mucha sangre. Ellos les avisaron a ustedes. Aún no me puedo creer que haya muerto, no consigo comprender por qué, si nunca hizo mal a nadie —me comentó
— ¿Tú, estás bien? —le pregunté.
— Sí, doctora, pude huir a tiempo, sólo me golpearon en la espalda con una cadena, pero estoy bien, únicamente me duele un poquito —me dijo.
— Te llevaré al hospital, para que te veamos ese golpe —le dije.
— ¡No!, prefiero no ir.
— Es mejor que te examinemos por si acaso tuvieras algo más importante que el simple dolor. ¿Por qué no quieres? —insistí.
— Porque si voy al hospital me interrogará la policía sobre lo que pasó, y después me abrirán un expediente para expulsarme del país por no tener los papeles. Gracias, pero ya se me curará solo, no se preocupe —dijo con firmeza, no dejándome ninguna opción más.
— Al menos acéptame un café en la cafetería de la esquina —le sugerí.
— Eso sí, se lo acepto de corazón —respondió con rapidez.
Doblé la carta que había cogido de las manos del joven fallecido, y agarrando del brazo a Manuel José nos dirigimos hacia un bar que estaba a escasos cincuenta metros de donde se había producido el cobarde ataque de los skingers. Todos los clientes estaban en la puerta de la calle mirando la escena, unos en silencio y otros comentando lo que había sucedido, aunque ninguno había hecho nada para evitarlo.
Nos sentamos en una mesa alejada de la barra. El camarero puso sobre la mesa las dos tazas de café que le habíamos pedido, sin dejar de mirar con recelo a mi joven acompañante. Mientras Manuel José tomaba lentamente la bebida a pequeños sorbos, me puse a leer la carta que había guardado en el bolso.
>










"Querida mamita: Puede que esté enfada un tanto conmigo porque me demoré en escribirle esta vez, pero el trabajo me entretiene todo mi tiempito, y por eso no pude enviarle antes estas letras, aunque debe saber que no me olvido ningún día de vos, mi viejecita..."






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Dejé de leer un momento y pregunté de nuevo.
— ¿A que trabajo se refiere tu amigo en la carta si tú me has dicho antes que solamente trapicheabais con lo que podíais?
— ¿Usted que cree…? —mi miró con ojos abatidos antes de seguir respondiendo— A ese del que hablamos todos a nuestras madres para que no se intranquilicen, aunque no exista. ¿Para qué contarles las penas? Ya sufren suficiente con la lejanía y a veces con el olvido.
— Pero… —quise insistir, pero no me dejó continuar la frase.
— Es así, doctora, así es aunque sea triste reconocerlo
Se quedó pensativo y yo seguí leyendo.










“…Sé que debería escribirle cada menos tiempo, como le prometí cuando salí de casa, pero, mi querida viejita, estoy todito el día en la empresa dirigiendo a un equipo de treinta o más empleados y quiero hacerlo bien para conseguir mucha plata, para que algún día pueda retirarla de trabajar en el campo con sus manos ajadas; por eso no he ido a verla en estos años, no más, para ahorrar y poder construir, cuando vuelva, una casa nueva como a vos le gusta…”







Sentí un escalofrío al pensar cómo sería la tristeza infinita que sentiría aquella pobre mujer, cuando supiera que su hijo había muerto sin ni siquiera llegar a conseguir ni uno solo de sus sueños.
—No lo piense, doctora —me sobresaltó la voz de Manuel José—. Tal vez sea mejor así. Se le acabaron los problemas y, además, ya no tendrá que inventar historias para su mamaíta ni para su amada novia.
No supe que decirle, porque no podía llegar a comprender ese mundo que está tan cerca de nosotros, en los mismo lugares comunes y en las mismas calles que cruzamos juntos cada día, pero, al mismo tiempo, un mundo que nos es tan lejano que ni siquiera somos capaces de ver ni de sentir.
El siguiente párrafo de la carta apenas conseguí leerlo porque estaba manchado de sangre aún caliente, solamente pude intuir que iba dirigido a la novia que le estaba esperando tan lejos. Pocas palabras logré entresacar de entre las manchas rojas, pero todas ellas reflejaban un amor cálido y vivo.
Durante unos momentos me quedé mirando la cara de Manuel José, y de pronto se reflejó en ella un gesto de desconfianza cuando vio entrar a dos policías. Se tapó el rostro como pudo levantando la taza con las dos manos abiertas.
— No te preocupes —procuré tranquilizarlo—, han entrado a beber un poco de agua.
Bajó las manos sólo cuando los policías salieron del bar.
— ¿Por qué tienes miedo? —le pregunté.
— Doctora, aunque maten a uno de los nuestros, los primeros sospechosos somos nosotros. Tal vez sea difícil de entender, pero esto siempre es así. Ya sabe, doctora, somos ilegales y por lo tanto sospechosos —dijo con pena
No me atreví a contestarle, porque de pronto me di cuenta que esa era la realidad en la que vivían, aunque fuera una verdad que nos ocultábamos a nosotros mismos para no reconocer la injusticia que nos rodea y que no nos importa nada.
Mientras él acababa de tomarse el café yo terminé de leer la carta.
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"...Prontito compraré un billete y embarcaré en un avión para contarle todo lo bueno que he conseguido aquí; y le llevaré un vestido nuevo para que vaya hermosa los domingos a la misa. Mientras tanto, cuídese hasta que regrese.
Mamita, yo sé que vos me esperará siempre, pero dígale a ella que, por favor, no me olvide, y que me espere un poquito más."







Ahí acababa lo que había escrito en la carta: una carta sin firma y sin dirección. Quise preguntarle a Manuel José por el nombre y el pueblo de la mamá de su amigo muerto, pero cuando intenté hacerlo él ya estaba saliendo con prisas del bar, seguramente asustado al ver por el ventanal a los policías que se acercaban de nuevo a la puerta de entrada.
En ese momento me di cuenta que la carta que tenía entre mis manos nunca llegaría a su destino, y que la espera de aquella madre y aquella novia iba a ser más larga, mucho más larga y triste de lo que nunca hubieran imaginado, y que los sueños que tendría aquel joven cuando salió de su tierra, se habían quedado miserablemente rotos entre los adoquines de una calle ajena.
Y esto es todo lo que le puedo comentar sobre este caso, señor comisario.
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jueves, 22 de enero de 2009

METRO-CIRCULAR




® METRO-CIRCULAR

© Autor: Antonio BLÁZQUEZ MADRID - 2002

(Relato Finalista en el I Certamen de Relatos Cortos de El Pais Literario)



Metro-Circular-Estación-Lucero
Otro día más, aquí, tirado en el andén, esperando que el ruido asome entre la oscuridad del túnel. ¿Y después qué?, nada, sólo me lleva, me lleva al otro extremo, al tajo, y allí es posible que me encuentre con la doña, que nunca ha pisado un andén; ella sabe que del barrio Salamanca no debe salir más tiempo del estrictamente necesario, salvo un día al año, el de la caridad al prójimo, ese día hay que estar en los arrabales, y si es un barrio pobre mejor que mejor: caridad ridícula de mesa petitoria y señoras enjoyadas, conciencias limpias en unas horas: ¡que felicidad!, y además bendecidas por la Santa Madre Iglesia; sí, cómo no, si el que al final arrebaña en el cestillo de la caridad es el señor obispo que se lo lleva puesto debajo de la saya, ¿o hay que decir sotana?; claro, claro, por respeto, porque respeto mucho, eso sí. Por allí el dinerito, por allá la doña, y al lado el obispo, y todos limpios de alma y también de cuerpo, porque no va a ir el señor obispo con un desarrapado que incluso puede oler mal, no, para eso esta la doña que además de oler bien es educada y culta; pero si la viéramos en la cama otra cosa sería, pero eso es intimidad, intimidad protegida por la ley. Que le vamos a hacer si esto es así, puros de cuerpo y alma por obra y gracia de los dineros que ponen en la cestita, colocada sobre el blanco mantel de una mesa petitoria, todos los estúpidos crédulos.

Metro-Circular-Estación-Laguna
Y luego llegará don Manuel, sí, don también, que Manuel es poco para él y mucho menos Manolo, que para eso es el jefe y además esposo de la doña: esposo amantísimo según las normas impuestas por obra y gracia de Dios, que también manda mucho en el mundo (me refiero a Dios); y que no quepa la menor duda de que ÉL está al lado del jefe, como no podía ser de otra manera. Poder con poder se junta y se alaban mutuamente: tú me rezas YO te ayudo, TÚ me ayudas yo te doy, y siempre hay un dios dispuesto a recibir a cambio de... ¡qué más da a cambio de qué! eso no importa, no importa si explotan o roban, eso sí, todo muy legal.
El caso es que don Manuel se debió de perder aquel día que le vi en el vagón del metro, o le tocaba día de sacrificio, y con disimulo se acurrucaba como asustado en una esquina con mirada huidiza. Lo llevaban como al resto, y se ve que no veía a Dios dentro del túnel por la cara que tenía: que pobre me pareció allí; parecía Manuel a secas y hasta Manolo me llegó a parecer. Se ve que pronto terminó su sacrificio porque salió huyendo entre las puertas semiabiertas en la primera estación, sin tener ningún reparo en arrollar a una pobre vieja mugrienta que se encontraba delante.
Sí, mucho don, pero, ¡ay! si le contaran cómo y cuando y cuantas veces. A mí me lo contó y no me lo podía creer, pero seguro que es verdad, porque Pepe no suele mentir aunque sea un poco fanfarrón, y me dijo: <>. <<¿Y él?>> le pregunté. <>, me contestó.

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Por supuesto que me hubiera gustado contarlo, como a todos, y más cuando estás bajo su suela, su santa suela, pero lo importante no es que tú sepas ni que sepan los demás, porque eso no duele, y si no duele no sirve para nada. ¿Qué conseguía yo y el resto con saber?, mal sabor de boca, porque no lo podíamos utilizar: en el fondo somos unos acojonaos, y primero pensamos en el trozo de pan duro, y luego nos quejamos; pero, ¿y qué?, tal vez esto sea así y no pueda ser de otra forma, es posible que cada uno haya nacido para estar en el sitio que ocupa y nada se pueda cambiar; ¡puerca miseria!, para qué vivir y soportar de paso a cuatro hijos de puta que te miran por encima del hombro como ungidos por las manos de no sé cuantos dioses; ¡no, no puede ser! no hay sitios definidos ni sitios para cada cual, sólo la infame cobardía que nos inunda el cuerpo nos deja inmóviles, y sin reaccionar permanecemos en el mismo sitio a la vez que nos movemos en un viaje estúpido de ida y vuelta para volver siempre al mismo lugar.

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Pero Pepe se la tira, claro que se la tira, y uno se sonríe con malicia al imaginar que ella también se tendrá que quitar la ropa, y que se quedará en pelotas como cualquier mortal, y desnudos, oye tú, que todos somos mucho más iguales; y la doña probablemente será menos doña cuando esté sin bragas, y después a sudar, que a ella también le saldrán los colores y sudará como todo hijo de vecino. Porque Pepe le da, y conociendo a Pepe, que es de los que no se quedan cortos, que es de los que aguantan, seguro que la doña se deshace, y hasta es posible que de su educadita boca salga lo que nunca se pueda uno imaginar cuando la ve entrando por la puerta, tan suya y tan creída como si de una diosa se tratara, pero, cuando esté tirada en la cama, quizás... Me gustaría verla desnuda, a ver si mantiene eso que ella llama clase.
Pienso que la debe gustar, y pudiera ser que… La verdad que a mí no me importaría darle también candela, no sólo por echar un polvo con ella, que también, sino por saber que me he tirado a la doña, a esa que se lo tiene creído y que ni te mira cuando llega a la fábrica en su gran coche, y sin bajarse hasta que no pisa en la entrada alfombrada, no siendo que la muy zorra se manche los zapatitos de cocodrilo que luce.

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Solamente la sensación de ver cómo el que está en lo alto —-que te domina y explota—, sólo la sensación de verle, aunque sea por unos instantes, humillado y debajo de tus botas sucias, compensaría los años de injusticia y de doblar la espalda a su paso, pero no, claro, las leyes los protegen y únicamente se les puede tener respeto, pero si tienes la oportunidad de machacarlo allí donde más le duela, sin que nada te pueda suceder, hay que hacerlo; y si te puedes tirar a su mujercita, mucho mejor, porque les duele pero se callan por aquello de la dignidad: como lo de aquel cura, que después de acostarse con la hija del alcalde, y con la madre (según se rumoreó entre las gentes del lugar), llegó a un acuerdo con el cornudo para que nada se comentase del caso a fin de mantener ambos la dignidad, y a fe que lo consiguieron.
Pero ella, la doña, está además buena, y Pepe se la ha tirado, y si se la ha tirado yo también puedo. Y después a ver a don Manuel: lo llamo y le digo: Manolo, que tenemos algo en común, y debemos llevarnos bien porque si no largo por toda la fábrica y Dios se te va a ir de la obra para no quedar mal, que a Dios le gusta quedar bien, pero que muy bien, delante de sus súbditos, aunque eso sí, un poco a distancia para evitar los malos olores, pues a Dios también le gusta oler a rosas que para eso creó el solito las flores, y no está bien que ahora unos descamisados le vayan a contagiar el mal olor. Pero a lo que iba, que a la doña me la tengo que beneficiar, y después a ver al jefe y a llamarle Manolo que ya seremos compadres de la misma montura.

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La puta madre que lo parió, ya se abren las puertas del vagón, y tengo que subir esas escaleras que me llevan hasta la parada del sucio autobús que nos pone gratis don Manuel para que entremos puntuales a trabajar; y la doña que hace ya tiempo que no pisa por la fábrica; y Pepe que ya ni la ve, según cuenta; a lo peor es que nos ha salido un don Manuel de Obra de Dios de puertas afuera y putero de puertas adentro y la doña ya no necesita desahogo, que de estos ricos nunca te puedes esperar nada bueno, y menos decente, y tanta Obra de Dios y tanto rezo y después sin bragas ni calzones son putones y puteros. ¡A la puta fábrica otro día más!
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domingo, 4 de enero de 2009

Alfa y Omega












® Alfa y Omega



© Autor: Antonio BLAZQUEZ MADRID –2004

(Relato Premiado en el IV Concurso de Cuentos de la UDP-2004)


A través de la ventanilla del moderno autocar observo el paso de los escasos árboles que se agrupan, en competencia con los fríos postes de hormigón que sostienen cables de cobre y acero, más allá de la carretera. Que distinto de aquellos frondosos árboles que yo conocí, situados en línea sobre la cuneta, que pasaban velozmente sin tiempo para contarlos. ¡Cuantos años han pasado! Pero aún me parece que las flores siguen siendo las mismas de antes —rojas, amarillas, blancas—, y los campos verdes, salteados por ocres de tierra, me hacen evocar voces infantiles correteando tras de algún pequeño pajarillo incapaz aún de levantar el primer vuelo. ¡Cuanto tiempo, cuanta distancia, cuanto sueños olvidados!
Recostado en el cómodo asiento noto el suave frío del aire acondicionado. Cierro los ojos en un intento de dar descanso a mi viejo cuerpo, al tiempo que quiero recordar. A mi mente fluyen imágenes de tierras frías y sombrías (mi último destino, abandonado ya para siempre). Desde el sopor que me envuelve rememoro aquel ya muy lejano día cuando, entre gritos infantiles, comencé el camino inverso que ahora pretendo deshacer.

Era un día caluroso del final de verano: cuantas esperanzas puestas en aquel primer viaje; cuantas noches de espera con el corazón latiendo con fuerza, lleno de ilusión y, al mismo tiempo, aprisionado por el miedo. Días de apoyo en el regazo de aquella madre vestida de negro —siempre la conocí así—. La última noche, interminable, hasta la llegada de la mañana. A la luz del alba, con nerviosas prisas, ayudé a colocar la escasa ropa en la pequeña maleta de madera que, poco después, arrastraba con fuerza de niño grande hasta llegar a la curva de la carretera, donde tenía su parada aquel viejo autobús comarcal de color grisáceo y con ruido de ronquido viejo. Aún me parece ver las imágenes de los pañuelos ondeando en señal de despedida.
Recuerdo el dolor que me producía la dura madera del asiento que, poco a poco, hizo que la tristeza por la tierra abandonada fuera ahondando en mi pequeño cuerpo, y el ronco zumbido del viejo motor retumbando en mi cabeza, hasta que mis ojos se cerraron en el primer sueño mas allá de aquel pequeño pueblo que había sido todo mi mundo.
Los meses y los años se fueron encargando de romper aquella primera ilusión. En la memoria siempre un deseo y una incertidumbre: saber si algún día regresaría.

Me arranca de mis pensamientos una voz femenina con un tono metalizado: Pasajeros para Montecillo, preparen su equipaje, entraremos en la estación en unos minutos
Observo, con curiosa despreocupación, las prisas de los pasajeros por ocupar el primer puesto en la puerta de salida, como si temieran perder la oportunidad de bajar en su destino. Pregunto al conductor por el mío: me indica que aún quedan varias paradas. Tranquilo, me recuesto sobre el asiento, y me coloco unos auriculares para escuchar las noticias. De nuevo el autocar reinicia la marcha suavemente. A través del receptor escucho a dos locutores que debaten sobre las perspectivas difíciles, muy difíciles —según relatan— que tienen actualmente los jóvenes, y mis pensamientos se van hacia aquel tiempo que ya casi tengo olvidado.

Allá, entonces, en la ciudad sin nadie que nos diera casa o comida; buscándonos la vida una vez aquí otra allá, con escasos diecisiete años y ya olvidado aquel primer viaje: Cuanta hambre despreciada para que no se notase, cuantas horas a la espera de cuadrilla, cuantos días de ladrillo a pleno sol mal pagados, para, al fin, tener que ir hacia el norte, donde, según las noticias, había trabajo de más y hambre de menos. Una carta a la madre y un hasta luego a la ciudad primera. En la destartalada estación, de cemento y hierro, esperaba otro autocar, gastado y gris, para el nuevo destino. El ronco rechinar del motor anunciando la salida. Once largas horas aguardaban sobre el duro asiento. Un cojín provisional, echo con un viejo jersey, para amortiguar los vaivenes sobre la ondulada carretera. . En la mente el recuerdo de aquella mujer de negro que se alejaba cada vez más. Unas lágrimas tragadas con prisas para no perder la hombría (aún no se bien ante quien). Olor a gasóleo. Rebanadas de pan con queso duro mientras se enfriaba el motor con agua. Paradas pueblo a pueblo. Gente anónima que subía y bajaba. Conversaciones de compromiso: ¿A donde vas? yo al norte. Yo también, que aquí ya se ha acabado el trabajo. Allá vamos todos. ¿Habrá para todos? Dicen que si. Esperemos. Demasiado lejos ¿verdad? Quizá. Bueno, lo importante es que haya trabajo. Eso espero. ¿Tú a que vas? Yo, a la construcción. Yo, a ser posible, espero algo más. ¡Uy! difícil, eso estará todo…. Ya... Otro pueblo, y otro, y otro más, por fin el nuevo destino, la nueva ciudad cubierta por un cielo oscuro con tonalidades de rojo plomizo: Será porque es otoño y… ¡Quizá!
No había que olvidar una carta al mes a aquella mujer de negro (las lágrimas que no se reflejasen en las letras, esperanza mucha esperanza): “…Esto está muy bien, aquí hay mucha vida y trabajo para todos… (que las letras no mostrasen la incertidumbre, ni las penurias, ni los sinsabores, ni la desilusión. Futuro mucho futuro) Besos, madre, de tu hijo que no te olvida”.

Una brusca parada me hace salir de mi letargo. Un semáforo en rojo. Casas blancas alrededor. Gente que cruza deprisa. Pregunto: aun me quedan tres paradas. Intento ayudar a una joven madre a bajar: No se moleste, no se moleste, no hace falta ¿Me habrá visto viejo y cansado?
El autocar vuelve sobre el asfalto. En la pantalla del televisor se pueden ver imágenes de tierras cubiertas de nieve. Es hermoso el paisaje: blancas montañas; largas pistas por las que se deslizan veloces cuerpo cubiertos con coloridos ropajes; grandes carreteras que cruzan verdes campos. La voz del comentarista repite una y otro vez: Visite, visite el norte; disfrute de su alto nivel de vida y de sus... Esas palabras me hacen revivir aquellas otras, alejadas en el tiempo, cuando en aquella ciudad de cielo oscuro y rojo plomizo ya no había ladrillos que poner, ni pan para almorzar todos los días.

Un nuevo viaje. Otra carta a la madre antes de la nueva partida (el papel que ocultase la desesperación y el fracaso): “Madre: Voy más al norte. Allí el futuro es mejor, mucho mejor. Lo dicen los que han ido y los que vuelven. Mucho mejor. Estoy bien aquí (que no apareciese el hambre entre las letras, que no apareciese), pero aquello es mejor, hay más futuro. Ya verás, madre, cuando vuelva con coche, y con tela de colores para que dejes el negro, que te hace mayor, madre, que te hace mayor”.
Un nuevo autocar: mas cómodo; ya no hacía falta el jersey viejo en el asiento. El rugido del motor ya no era tanto. Kilómetros, kilómetros. El compañero de al lado con conversación monótona: Allí tengo un amigo que esta bien, y me ha dicho que sobra el trabajo. Eso espero. ¡Seguro!. Que no nos pase lo de aquí, que dure más tiempo. De allí volvemos ricos, ya verás, ya verás. Y con coche, a ser posible. ¡Seguro!. Ojalá, que quiero ver a la madre y que deje el negro. Yo la llevaré una plancha nueva. Pues yo metros de tela de colores para que deje el negro, que la hace vieja.


Kilómetros, paradas, agua para el autocar, pan y queso, conversación monotema. El cansancio y la noche permitían echar una cabezada molesta sobre el duro respaldo: las piernas encogidas, la cabeza del compañero sobre el hombro. El nuevo día se presentó con negros nubarrones que cubrían el horizonte del nuevo destino: Tal vez sea porque es invierno... ¡Tal vez!
Años, años de distancia. “Querida madre: (que la pluma no reflejase la nostalgia) Sí, aquí hay mucho futuro, madre, volveré con un coche grande, que ya le tengo casi comprado; y con un vestido de flores: ¡verás como te gusta! En cuanto tenga el coche allá que me voy, y no te llevaré uno que te llevaré dos vestidos: el de flores y otro de colores (que las letras no dejasen ver las lágrimas). Adiós madre, tu hijo que te quiere”.
Distancia, más distancia. Años, más años. Más kilómetros, y como siempre una nueva carta (que las palabras no revelasen el alejamiento): “Madre, ya no te mando la tela, que el negro siempre fue tu color: ¡para qué cambiar! Por aquí bien, como siempre. Ya tengo casa. En cuanto acabe de pagarla iré a llevarte una televisión nueva, para que puedas ver a los artistas y los toros, que a ti siempre te gustaron. Besos, madre, de tu hijo”.
Nuevos autocares, nuevos destinos, los recuerdos casi olvidados: Ya no sabía cómo eran sus caras, ni cómo el negro de mi madre, ni cómo las calles polvorientas del pueblo. Me habían dicho que ya no existían barros, que había agua corriente, que la televisión era de colores, que a la iglesia ya no se iba con velo. (Que las cartas encubriesen el olvido): “Madre: Por fin tengo coche; es grande, aunque por dentro sea viejo, pero, qué más da. Mejor que un vestido una tele; sí, te llevará una tele para ti, madre. El próximo verano voy, voy sin falta, y te contaré cuanto de bueno hay por aquí, que ya tengo ganas de verte después de tantos años. Muchos autocares he cogido, muchos, pero ahora, con mi nuevo coche, te prometo que iré a verte. ¿Seguro que estás bien? Cuídate, porque me dices en tu última que ya casi no te tienes; pero tú eres fuerte, madre, tu eres fuerte.
De tu hijo”.

Fue la última carta que escribí antes de que llegara aquel telegrama del Alcalde. Era escueto: “Mi más sentido pésame”. Mis ojos se llenaron de lágrimas vertidas hacia dentro, al tiempo que en mi memoria intenté encontrar, inútilmente, la imagen de aquella mujer.
Hoy, cincuenta años después de aquel primer viaje, vuelvo con mi cansado cuerpo, y con un vestido de flores para ponerlo sobre su tumba. Las calles no tienen barros, pero aquel olor de mi niñez aún permanece; y ahora recuerdo su cara, su cara de madre joven vestida de negro: Ya he vuelto, madre. He vuelto con un vestido de flores para que dejes el negro, que siempre te hizo mayor; aunque, ahora, cuando miro al cielo, te veo a ti joven como cuando te deje aquel lejano día, y, sin embargo, veo el reflejo de un viejo, un viejo que soy yo. Tal vez tu nunca envejeciste, y he sido yo el que he perdido mi vida entre autocar y autocar, entre destino y destino.
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