Recordando otros veranos ya
lejanos, he vuelto al pueblo que fue la cuna de mi niñez. Llevado por un
inconsciente incontrolable, lo primero que he hecho ha sido dirigir mis pasos
hacia la vieja talanquera. Permanecía allí, igual que la recordaba: los viejos
palos cruzados, separando una parte del valle de la otra, clavados y arraigados
en el suelo como si hubieran nacido y crecido en aquel mismo lugar.
Parado en el lugar de siempre,
me he quedado mirando a la otra parte del valle, sin atreverme a profanarlo. He
permanecido quieto delante de la talanquera, al igual que las otras veces,
inmóvil, sin decidirme a traspasarla, sin atreverme a saltar al otro lado, a esa
parte inexplorada que nunca fui capaz de pisar, a pesar de que, a simple vista,
parece idéntica a este otro lado donde me encuentro, pero que, sin embargo, es tan
distinta para mí.
Debería resultarme fácil, muy
fácil, pues solamente hay que dar un pequeño salto, mas, a pesar de eso, cuando
lo intento, una especie de hormigueo debilita mis músculos, al tiempo que un
sudor frío me empieza a correr entre las sienes; y mis manos se esconden miedosas
entre la fina tela de los bolsillos. Solo mis ojos observadores siguen
gritándome que todo es igual, que mis miedos son infundados, que al otro lado
la vida es tan bella o tan dura como en el lugar donde ahora vivo, pero en mi
cerebro una fuerza oculta e invencible me vuelve a llevar a esos miedos que me
siguen atenazando, y que me impiden cumplir mis más íntimos deseos.
Recuerdo cuándo comenzó esta
lucha en mi interior. Tendría unos ocho años. Y fue entonces cuando el miedo se
apoderó de mí, un miedo que aún hoy en día me impide pasar esa barrera. La primera
vez que me acerqué a este muro de tablas y palos cruzados, cuando aún era ese
niño de corta edad e inocente experiencia, no fue en una mañana soleada, ni en una
tarde luminosa y caliente, sino en una noche oscura con la luna escondida tras
las nubes, y fue entonces cuando me pareció ver una sombra negra que se movía
oscilante y reptando más allá de la valla de madera, arrancando la vida a las
flores y a los animales que se cruzaban en su camino. Era tal y como me lo
había contado mi abuelo, el mismo abuelo que desapareció al poco tiempo porque
un día atravesó la talanquera y se perdió entre el horizonte, según contaron en
la casa. Nunca más lo volví a ver, y no quise asomarme de nuevo por encima de la
valla, por si veía, entre las flores arrancadas, su cuerpo destrozado por
aquella sombra.
Fue mucho tiempo después
cuando regresé por segunda vez al mismo lugar. Mi vida había rodado ya por
muchos caminos. Por eso pensé que podría, al fin, saltar al otro lado,
traspasar la talanquera para cumplir al fin mis deseos y, de paso, enfrentarme
a mis temores, temores que parecían infundados por lo que mis ojos me
trasmitían.
No sé el porqué, pero procuré
que fuera de noche cuando me acerqué de nuevo a la empalizada. Mis pies
temblaban según me iba acercando, sin que hicieran
caso a las órdenes de tranquilidad que salían de mis razonamientos más serenos. Antes de llegar
me pareció oír a lo lejos, más allá del horizonte, la voz de mi abuelo
llamándome por mi nombre de niño, ese diminutivo infantil que ya había olvidado
hacía mucho tiempo. No supe distinguir si su voz era la de alguien feliz o de
alguien perdido y atrapado, y volví a recordar la noche primera, y sentí un profundo
miedo que pudo con mis deseos de descubrir lo que había más allá de aquella
barrera de palos cruzados. A pesar del temor que me aprisionaba, di los últimos
pasos que me separaban de la talanquera, y poniendo mis manos sudorosas sobre
lo alto de la valla miré al lado contrario. Me pareció oír un aullido lejano de
lobos, aunque tal vez fue solo producto de mi imaginación alterada. La profunda
oscuridad me impedía distinguir las flores de las alimañas nocturnas que se
movían sobre el suelo, un suelo negro como la misma noche. Quise llamar y
preguntar a mi abuelo, por si él me podía responder y decirme lo que había en
ese horizonte con el que yo soñaba y que no conocía, pero la voz, teñida de miedo,
no salió de mi garganta. Pensando en ese abuelo que desapareció un buen día más
allá de la talanquera, abandoné el lugar al igual que hice cuando era un niño.
Hoy, en el primer día de mis
vacaciones, he decidido volver, no en la noche oscura sino cuando el sol
comenzaba a dejar caer la luz sobre el nuevo día, a esta barrera de palos y
madera que siempre se ha interpuesto en mi vida y desarmados todos mis deseos. He
mirado a las flores del otro lado y me he fijado en el rocío que cubría el
suelo verde, y he envidiado la libertad de las largas hileras de hormigas que
traspasaban la empalizada sin temor alguno. Pero, a pesar del frescor de la
mañana, mis manos se han vuelto sudorosas, y mis pies se han puesto inquietos y
nerviosos, y sin poder remediarlo me he alejado de la talanquera. He dado tres
pasos atrás: uno… dos… tres, y a mi memoria ha vuelto el recuerdo de aquel
abuelo que un lejano día desapareció después de cruzar al otro lado, según
dijeron, y del que nunca más se volvió a hablar en la casa, y pensando en ello
he desistido, y he retornado junto a los míos, esperando, tal vez, un nuevo
verano, cuando me encuentre con el valor
necesario para saltar esa talanquera que me separa de lo desconocido y
al mismo tiempo deseado, tal y como él hizo una noche de luna cerrada.
Antonio Blázquez-Madrid
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